lunes, 20 de enero de 2020

Red Moon | Capítulo 4


Buenas noches paninis de queso, ¿todo bien?
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CAPÍTULO 4

El rey soltó su copa al momento de escuchar las palabras del consejero Kim. Su mano temblaba de manera incontrolada y sus pupilas, dilatadas por el miedo, hacían que el hombre luciera como si acabara de ver a un fantasma, o incluso algo peor. Los consejeros empezaron a hablar entre ellos, creando un murmullo que a oídos del monarca, sonaban igual que si un abejorro se hubiera metido por una de sus orejas hasta llegar a su cerebro. Era una sensación vertiginosa y molesta, a la par que nauseabunda.

   —No miento, majestad— masculló el consejero Kim, suspirando frustrado al saber que el contrario reaccionaría de esa manera —es una terrible amenaza—.

Dicho consejero había estado al lado del rey desde que éste era un mocoso que corría por los pasillos del palacio y levantaba las faldas de sus doncellas en un intento por demostrar ser el verdadero heredero. Todo el mundo sabía que iba a ser siempre el eterno segundón, el príncipe que nunca iba a llegar al trono, el caprichoso hombre enamorado de la música y de cuanta mujer bonita viese a través de la ventana de su habitación. Sin embargo, el asesinato del príncipe heredero, supuestamente a manos del enemigo, hizo que el segundo hijo varón del antiguo rey, pasara a ser el primero en la lista, tomando el control de todo Hanseong y de Corea en cuanto su padre murió.

Más de un consejero sospechaba que aquél asesinato no había tenido nada que ver con el enemigo, pero nadie se atrevía a contradecir al monarca, quien mataba a todo aquél que dudaba de sus capacidades y habilidades a la hora de cuidar de su gente.

   —¿C-Cómo que una amenaza?— el rey tragó saliva, asustado y confundido.
            —Hablé con el mentor Jang, dijo que tuvo una premonición de que le iba a pasar algo muy doloroso si no terminaba usted antes con la amenaza—.


El monarca tensó sus músculos y apretó la mandíbula, inclinándose un poco hacia adelante para escuchar mejor lo que el consejero iba a decirle. El hombre de barba blanca y bigote puntiagudo carraspeó; su voz áspera y arrugada sonó amenazante a los oídos del más joven.

   —Majestad, usted tiene una hija—.

La tez de color de cobre que destacaba con los ornamentos dorados y rojos que el rey vestía, pareció volverse amarillenta cuando el monarca escuchó tales declaraciones. Él no era una persona que soportara demasiado bien ese tipo de noticias, sentía que le superaban, que todo a su alrededor se volvía amenazante y demasiado peligroso para su frágil estabilidad mental. El constante murmullo del resto de consejeros se volvió más notable, haciendo que el rey mostrara su impaciencia y nerviosismo con un tic en uno de sus pies descalzos.

   —Esto no puede ser cierto, ninguna de mis concubinas ha quedado embarazada— el sentimiento de frustración crecía en su interior a medida que iban pasando los segundos. Cada vez que el monarca se acostaba con alguna mujer del palacio para intentar engendrar un hijo y no lograrlo, su orgullo quedaba hecho polvo.
            —Hubo una que sí—.
            —¿Quién?—.
            —La primera mujer con la que se acostó tras obtener la corona—.
            —¿La que escapó?— apretó los puños, sintiendo como la rabia crecía en su interior. La recordaba bien.
            —Correcto—.
            —Traédmela, quiero cortarle yo mismo la cabeza—.
            —Desgraciadamente esto es imposible. Nadie sabe hacia dónde escapó cuando se fue del palacio, ni siquiera el resto de concubinas. Byun Jungha no se relacionaba con ellas—.
            —¿Entonces por qué llegó a ser una de mis concubinas si no cumplía con lo que se requería?— golpeó el suelo con fuerza, sintiendo que su cabeza palpitaba por el repentino enfado —¡¿quién la dejó, eh?!—.
            —Majestad, cálmese— el consejero Kim alzó ambas manos, hablando con aquél tono sosegado e impasible que lograba que el rey terminara por bajar el tono de voz —me tomé la libertad de mandar a unos cuantos hombres para que arrestaran a toda mujer que tuviera la piel de su mismo color y rondara los mismo años que han pasado desde entonces—.
            —Bien…— la inseguridad del rey creía por momentos, lo que se tradujo a un nuevo tic en su pie —voy a matarlas a todas—.
            —Señor, no le recomiendo hacer eso…— otro de sus consejeros interrumpió sus palabras, alzando su abanico negro para tomar el turno de palabra —las mujeres son esenciales para que nuestra ciudad pueda seguir creciendo. Si las mata, no quedarán mujeres jóvenes y fértiles para ello—.
            —Hay niñas, ¿cierto? Esperaremos a que crezcan para que sean las nuevas madres de Hanseong. Quiero a todas esas mujeres en este salón para la próxima luna nueva; incluidas las de los países vecinos— los consejeros se miraron entre ellos, dudosos de que aquello fuera lo mejor —que empiece la cacería—.
            —Sí, majestad—.


Las campanas comenzaron a sonar, dando el aviso de que la caballería pasaría por el centro de la ciudad y sus alrededores siguiendo órdenes del rey. En ocasiones anteriores, los guardias avisaban con algo de antelación a los pueblerinos, permitiéndoles preparar aquello que el monarca pedía; sin embargo, ese día se había convertido en algo agridulce que rondaba por la boca del rey como una arcada que no lograba salir del todo, como una amenaza que lo asustaba más a cada segundo que pasaba. Él era un hombre temeroso vistiendo ropajes dorados y presumiendo de sus dotes como poeta, pero muy en el fondo seguía siendo un crío inmaduro con aires de grandeza.

Hanseong se volvió caótica de un momento a otro. Los guardias se metieron en las casas de los pueblerinos, destrozaron tiendas, establos, carros y cualquier cosa que encontraron a su paso. Los perros callejeros ladraban, los niños lloraban, los animales de establo corrían de un lado a otro, las mujeres gritaban, los hombres insultaban. La caballería pasó por todas las calles y callejones de la gran ciudad cual manada descontrolada de jabalíes, destrozándolo todo sin ningún tipo de consideración. Los hombres del rey que iban a pie se encargaron de capturar a toda mujer de piel morena que encontraron durante su cacería; las tiraban del pelo antes de golpearlas y arrastrarlas por el suelo para meterles miedo y que dejaran de forcejear.

El monarca observaba la ciudad desde la ventana de su biblioteca, jugueteando con un largo pincel que había terminado con la punta negra de tinta de manera permanente. Era su método anti estrés, darle vueltas al pincel entre sus dedos. Una malévola sonrisa se dibujó en sus labios, pero el gesto pronto desapareció cuando uno de los médicos del palacio interrumpió su silencio.

   —Mi señor, la hija de la noble Kim ha despertado—.
            —Iré a verla—.
            —Le recomiendo que no se acerque mucho a ella— comentó el hombre tras el monarca mientras este caminaba por los pasillos hacia los aposentos que les había ofrecido a la noble Kim y el resto de su familia días atrás —necesita espacio—.
            —Cállate—.
            —Sí, señor—.


El rey deslizó las puertas correderas con ambos brazos y se encontró a la noble Kim acariciando constantemente el rostro de su hija menor. El hombre sintió cierto pinchazo en su pecho al recordar que él nunca obtuvo una muestra de cariño igual por parte de su madre. Se sentía celoso.

   —¿Cómo te encuentras?— preguntó el monarca, acercándose al cuerpo de la morena que yacía en la cama. La muchacha intentó levantarse para saludarlo como era debido, pero se sentía tan débil y mareada que no pudo —no hagas esfuerzos—.
            —Lo siento, majestad—.
            —¿Recuerdas qué ocurrió?— la chica suspiró, cerrando los ojos en un intento por hacer memoria; sin embargo, el mayor respondió por ella —Seunghee te llevó a mí cargándote en brazos—.
            —Disculpe majestad, me temo que no conozco a nadie con ese nombre—.
            —La hija del señor Oh— los ojos de la menor se entrecerraron tras una sonrisa tímida que escondió bajo las sábanas. Un sentimiento de felicidad la embargó al saber, finalmente, cómo se llamaba aquella mujer que le había impresionado con su fuerza, con su belleza y con el aura misteriosa que la rodeaba.
            —Perdone mi intromisión, majestad— la noble Kim volvió a poner una de sus manos contra el rostro de su hija, preocupada por el repentino sonrojo en la piel de ésta —¿me está diciendo que una plebeya sucia y maloliente cargó a mi hija?—.


Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Las mejillas rojas de Soyeon pronto volvieron a tomar un color pálido y si no fuera porque sentía que su cabeza seguía dando vueltas, probablemente hubiera encarado a su madre. Detestaba el carácter de esa mujer y su personalidad venenosa. No le gustaba discutir con ella, pero ganas de hacerlo no le faltaban; además, podía percibir la molestia del rey desde su cama, cosa que estaba segura que su madre ignoraba por completo.

   —Madre, por favor…— susurró en un vano intento por hacerla callar.
            —Solo estoy pidiendo una explicación, ¿acaso su majestad no tiene hombres que la puedan llevar en mejores condiciones que esa simple plebeya? No me extraña que te encuentres mal, a saber si te infectó con algo. Pediré que te bañen—.
            —Madre, lo digo en serio, basta— la joven de largos cabellos morenos se levantó poco a poco hasta quedar sentada en su cama. Le bastaron unos segundos con los ojos cerrados para que la sensación de mareo fuera disminuyendo —por favor, solo quiero descansar, ¿puedes quejarte luego?— Soyeon estaba sintiendo mucha vergüenza debido a que sabía que Seunghee era una chica importante para el rey —¿por qué no regresas más tarde? Me gustaría hablar un momento a solas con su majestad—.


La noble Kim abandonó la habitación. En cuanto las puertas correderas volvieron a cerrarse, la menor suspiró, cansada y avergonzada por el comportamiento de su progenitora.

   —Lo siento mucho, majestad, mi madre es…—.
            —Es una mujer fascinante— la joven morena parpadeó sorprendida sin entender a qué venir esa respuesta —me gustan las mujeres con carácter—.
            —Pero, yo creía que esa chica, Seunghee, era importante para usted. Anoche habló con el señor Oh y…—.
            —Y lo es—.
            —Entonces me disculpo en nombre de mi madre, esas palabras ofensivas no eran necesarias— la chica negó con la cabeza sin dejar de mirar sus manos. Las yemas de sus dedos todavía podían recordar el tacto de aquella cinta roja contra su piel; picaba, picaba no poder tener aquella tela entre sus manos —me gustaría poder agradecerle a Seunghee que me salvara, ¿es eso posible?— Soyeon buscó los ojos del rey, percatándose de que estos no tenían el mismo brillo apasionado y aniñado de ayer. Ese día eran diferentes, estaban apagados y sin vida —no me gusta estar en deuda con la gente—.
            —Dentro de unos días tendremos una celebración especial en el patio del palacio. Ella estará allí— mencionó el contrario con un poco más de emoción en su voz —le ordenaré que se quede tras el espectáculo—.
            —¿Qué tipo de espectáculo será?—.
            —Habrá diferentes funciones y música. Ella se encargará de liderar la danza de las espadas. ¿Has visto alguna vez una función de ese estilo?— Soyeon negó con la cabeza —entonces espéralo con muchas ganas, estoy seguro de que te gustará—.


La chica de largos cabellos negros abrió la boca con intención de contestar, pero un grito agudo y doloroso logró colarse hasta la habitación en la que estaban ambos. La menor giró la cabeza en dirección a la ventana, estirando el cuello como gato curioso para ver si lograba ver algo. Nada, desde su posición era imposible.

   —¿Qué fue eso?—.
            —Mis hombres han ido de caza— solo cuando todo se quedó en completo silencio, Soyeon logró sentir las campanas repiqueteando sin parar en señal de alarma —se acerca una amenaza y quiero estar preparado—.
            —¿De caza?— preguntó ella, haciéndose la tonta ingenua —pero majestad, usted dispone de muchos hombres y caballos, y este castillo es impenetrable, ¿qué le puede pasar? ¿De qué tiene miedo un rey tan noble y fuerte como usted?— la joven se había percatado de lo mucho que el rey adoraba los halagos y las palabras bonitas hacia su persona.
            —Mis consejeros nunca me han fallado, y si dicen que se acerca una amenaza debe ser por algo— el rey miró por la ventana, Soyeon solo lo siguió con la mirada —ella debe morir—.


• • •

El soldado la agarró de los cabellos y estampó su rostro contra la carcomida mesa de madera, dejando que ésta cayera al suelo por su propio peso. La chica gritó de dolor, sintiendo el sabor de la sangre llenar rápidamente su boca. Estaba asustada, no entendía qué estaba pasando y los gritos de los hombres no ayudaban en nada. Toda ella temblaba, sus muñecas dolían de lo apretada que estaba la cuerda alrededor de éstas y tenía frío. Cuando la joven logró alzarse del suelo y comenzar a caminar, vio que el ambiente que se respiraba en el pueblo era igual de caótico que el que se vivía en su casa. Tenía miedo, mucho miedo.

   —¡Vamos, maldita zorra!— el soldado que tiraba de la cuerda y la arrastraba desde su caballo dio un seco movimiento con sus brazos, haciendo que la muchacha tropezara y cayera de rodillas al suelo. Ella no era la única a la que estaban llevando al palacio, pero en ese momento fue egoísta y pensó solo en sí misma, en una manera de escapar, temerosa de que ese fuera el último sol que vieran sus ojos. La chica tragó saliva, miró a izquierda y derecha y, con un movimiento fuerte y rápido, tiró de la cuerda, haciendo caer al soldado al suelo.

No se lo pensó dos veces, cuando vio que el tipo soltó la cuerda, ella comenzó a correr hacia los callejones cercanos a su casa, allá por donde la habían arrastrado y humillado antes de arrastrarla junto con las demás mujeres jóvenes del pueblo. Su corazón latía a mil por hora y su mente estaba en blanco, en ese momento no podía pensar en nada. Lo único que quería era que sus piernas no le fallaran y pudiera seguir corriendo hasta despistar al grupo de soldados que empezaron a perseguirla, gritándole improperios y lanzándole flechas con intención de acabar con ella.

La chica se metió en el bosque, corriendo entre los gruesos árboles. Por muchos rasguños que se llevara en sus piernas parcialmente desnudas y mucho dolor que sintiera en sus pies descalzos, ella no paró. La muchacha continuó corriendo hasta tropezar con una pequeña roca escondida bajo las hojas secas del otoño. Ella aterrizó de caras al suelo, sintiendo que las palmas de sus manos frenaban un poco la caída. Los hombres que la perseguían pronto dieron con ella, pero en vez de agarrar la cuerda y levantarla de nuevo para llevársela al palacio, desenfundaron sus espadas con intención de acabar con su vida ahí mismo. La joven de cabellos castaños tragó saliva y se arrastró por el suelo de manera desesperada. Lloró, gritó y suplicó por su vida.

Sin embargo, todo aquél llanto y griterío quedaron en segundo plano cuando una flecha que provenía de entre los árboles atravesó la frente de uno de los soldados, haciéndolo caer del caballo. La joven calló y los hombres que la rodeaban comenzaron a mirar a izquierda y derecha hasta dar con quien había disparado la flecha. Era Seunghee.

   —¡¿Quién eres?!—.
            —Vaya, ¿eso era un hombre? Creí por un momento haber escuchado a un jabalí— pasó una mano por su espalda para agarrar otra flecha del carcaj y tensó la cuerda del arco, apuntando a la cara de la chica, para segundos después alzar los brazos y disparar la flecha en la frente de otro soldado —si no dejáis de gritar y de hacer ruido, yo no puedo cazar. Luego pasan cosas como ésta—.
            —Tenemos órdenes del rey, debemos capturarla—.
            —No sabía que al rey le interesaran las putas del pueblo— comentó Seunghee, dándole un vistazo rápido a la chica que vestía ropa sucia y rota y lucía despeinada y ensangrentada.
            —Lo que el rey haga o deje de hacer, no es asunto tuyo—.
            —Por supuesto— arqueó una de sus cejas y suspiró —¿podéis largaros? No puedo trabajar—.
            —Solo la queremos a ella—.
            —Ella se queda conmigo— Seunghee tomó la cuerda y tiró de esta para que la chica se levantara —me servirá de carnada para los lobos junto con ese par de ahí— señaló con la cabeza a los dos cadáveres. —¿En serio os hace falta? Hay miles de mujeres como ella en la ciudad—.
            —Pero el rey...— uno de los hombres quiso hablar, pero el otro le dio un golpe en el brazo y negó con la cabeza, dando media vuelta pocos segundos después.


Una vez Seunghee percibió el trote de los caballos lejos de su posición, soltó la cuerda y liberó las muñecas magulladas de la castaña. Tomó su mano con suavidad y caminó con cierta prisa hasta la cueva que quedaba al final del bosque. Una vez dentro, sentó a la muchacha en una roca ligeramente plana y tomó su rostro para inspeccionarlo bien. Parecía que su nariz ya no sangraba. Seunghee sonrió.

   —Te has vuelto floja, Seungyeon—.
            —Yo también te echaba de menos, Seunghee—.

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