El canto de los grillos se mezclaba con
los ronquidos de su esposo, eso hizo que Soyeon dejara de ver las estrellas por
unos minutos. Al girar la cabeza en dirección al general Jeon, vio a este con
más cuerpo fuera de la cama que dentro; la joven no pudo sino sonreír,
recordando la primera vez que se vieron. Su hermano todavía estaba con ella, de
hecho, la muchacha todavía podía disfrutar de la felicidad que le daban la
ignorancia y la ingenuidad de no saber que pronto se iba a casar con aquel
hombre que visitaba su familia a menudo. Soyeon pensó que simplemente se
trataba de un amigo de los Kim, alguien que conocía a su difunto padre o quizás
que simplemente era un superior de su hermano.
No obstante, cuando su madre le aseguró
que ella era el verdadero futuro de la familia, la joven supo que sus días de
libertad habían acabado y que, por mucho que deseara ir a montar a caballo con
su hermano o beber vino junto a él hasta las tantas de la madrugada, ya no
podría hacerlo. El heredero de la familia Kim había desaparecido y no existía
manera de unir en matrimonio a las gemelas, por lo que la viuda Kim optó por
utilizar lo que ella denominaba como “su tesoro más preciado”. La pequeña
Soyeon. Su madre le aseguró que, de aceptar la boda, ayudaría a muchas
personas, pero lo único que había logrado en todos esos años había sido cambiar
sus ropas a unas más costosas y tener menos tiempo para ella misma.
Al menos le quedaban los libros y la
poesía, dos de sus mayores pasiones y que a la vez fungían como pasatiempo para
esos momentos en los que no podía dormir, justo como esa noche.
La joven salió de la habitación y se
desplazó caminando con las puntas de sus pies descalzos hasta el patio interior
con una vela encendida en su mano. Los grillos se escuchaban más fuertes en esa
zona del palacio, y lo agradeció. Nada más sentarse en el suelo de madera, la
presencia de un guardia de seguridad llamó su atención.
—Mi señora, ¿qué hace aquí? Debería
estar durmiendo, la noche es tranquila y…—.
—¿Puedes traerme tinta y
papel?— le interrumpió en cuanto notó una pequeña pausa entre sus palabras —por
favor—.
—Por supuesto— el guardia se
retiró tras una venia cortés y regresó pasados unos minutos con una mesa baja
de madera gruesa bajo su brazo, rollos de papel en blanco y una caja con un
pincel y tinta en barra —¿necesita algo más?—.
—Agradecería si pudieras
encenderme una luz—.
El guardia se quedó quieto por unos
segundos, pensando de dónde iba a sacar una vela y algo para poder encenderla;
al menos hasta que reaccionó y bajó la vista al farolillo que cargaba para
iluminar los pasillos oscuros del palacio.
—Tenga, esto le será más útil que una
simple vela, y no se apagará si sopla un poco de viento—.
La joven agradeció el gesto y el guardia
se retiró pasados unos segundos. Soyeon molió algo de tinta sobre la piedra y
estiró uno de los rollos de papel encima de la mesa, dejando el resto a su
lado. Con suavidad mojó la punta de su pincel y lo escurrió ligeramente,
quedándose varios segundos con la vista fija sobre la superficie ligeramente
amarillenta del papel.
No podía quitarse de la cabeza todo lo
sucedido aquella noche después del baile de espadas. Podía sentir los ojos
brillantes y amenazadores de Seunghee en su nuca aun sabiendo que esta estaba
encerrada en los calabozos. Esa mirada… Nunca había visto nada igual, no al
menos hasta que llegó a Hanseong. La muchacha automáticamente pensó en esa
noche que se desmayó junto al río al observar de manera directa ese par de ojos
resplandecientes como una llama viva y salvaje; esa fuerza pudo con ella. Es
más, se retiró con la excusa de que su esposo estaba cansado pero, si hubiese
sabido que las cosas acabarían tan mal, probablemente se hubiera quedado por
muy desnuda que se hubiese sentido frente a esos ojos —de alguna manera la
joven de largos cabellos morenos pensaba que Seunghee estaba encerrada por su
culpa.
Todavía se preguntaba qué era lo que
había pasado para que todo acabara en un caos tan exagerado.
—Quizás debería ir a verla…— susurró
para ella mientras dejaba que su mano escribiese sobre el papel; a los dos
segundos negó con la cabeza —qué tontería—.
“Cuervo nocturno,
luz del mañana.
Ruiseñor en el bosque,
pimpollos de mugunghwa.
Los ojos del sol,
alma desnuda.”
La poesía siempre había sido un método
de escape para su monótona vida. La gente que la observaba desde fuera la
envidiaban por ser una mujer joven, hermosa y rica, cuando en realidad Soyeon
se sentía bastante perdida, aburrida y usada. La muchacha se sentía como una
simple moneda de cambio, alguien que solo sirvió para que las riquezas de su
familia siguieran en aumento y para que el prestigio del general Jeon creciera
todavía más —este no era un mal hombre, no al menos cuando estaba sobrio, pero
Soyeon quería más, necesitaba algún tipo de emoción en su vida, algo que la
sacara de ese círculo vicioso que se resumía en asistir a celebraciones de
familias adineradas y alguna que otra interacción con su marido a la hora de
planear un nuevo ataque.
Por mucho que a los subordinados del
general Jeon les molestara la presencia de una mujer en la tienda de su
superior, este había visto cierto talento militar en la joven, por lo que no
era extraño que ambos se hubieran acostumbrado a la presencia del otro cuando
tocaba buscar una manera de minar las fuerzas enemigas. Esa era una de las
pocas cosas que Soyeon disfrutaba de manera genuina, lejos de toda aquella
feminidad a la que estaba obligada a aferrarse solo por ser hija de la viuda
Kim y su difunto marido. Cuando Soyeon se encontraba ayudando al general Jeon
para que este tuviera éxito en sus nuevas estrategias militares, era cuando más
extrañaba a su hermano Sookyung. Él estaría más que encantado con que la
pequeña de los hermanos estuviese ahí, a su lado. ¿Dónde estaría él ahora?
¿Seguiría vivo? ¿Habría muerto en las filas durante algún ataque? ¿Y si se lo
habían llevado preso a otro país? Las preguntas eran tantas que por un momento
la joven se sintió mareada.
El poema que estaba escribiendo perdió
todo el sentido en cuanto se dio cuenta de que estaba dejando que su corazón
escribiese las palabras, en vez de su cerebro —la muchacha rompió parte del
papel, guardándose ese pedazo en un bolsillo interno de sus ropajes para dormirse
con la intención de quemarlo nada más tuviese oportunidad. Si lo hacía ahora,
el olor de humo despertaría a su esposo, así que por el momento tendría que ser
cuidadosa.
El aullido de un lobo llamó su atención,
se escuchaba cerca, bastante cerca en realidad. Soyeon notó una vibración bajo
sus pies, una caricia extraña recorriendo el largo de su columna vertebral y
una sensación de ahogo que apretó su cuello por un momento.
Gruñidos, jadeos propios de un perro,
había algo rondando los alrededores del palacio, ella podía sentirlo,
cualquiera con buen oído podía percibir que esos ruidos no debían de estar ahí.
Las pequeñas ardillas que solían correr por el jardín de la zona de invitados
se metieron en sus respectivos nidos, acurrucándose al punto de transformarse
en una bola peluda difuminada entre tanta oscuridad —los ojos de Soyeon se
habían acostumbrado ya a la poca luz de esa noche, las finas nubes opacaban el
brillo de la luna, y la luz del farolillo solo iluminaba lo justo para que ella
pudiese escribir. Al menos las corrientes de aire habían bajado, por lo que ya
no sentía tanto frío.
Sentada justo en el borde de los
pasillos exteriores que daban al jardín, la mujer mantuvo una de sus piernas
bajo su trasero, mientras que extendió la otra dejándola colgando para que las
puntas de los pequeños dedos de su pie rozaran el agua del riachuelo decorativo
que rodeaba gran parte de los jardines del palacio. No quería admitirlo, pero
escuchar esos aullidos y gruñidos la estaban poniendo nerviosa, así que intentó
relajarse con el lento cabal del agua. Desde pequeña ese tipo de cosas le
habían ayudado a tranquilizarse, aunque normalmente se tumbaba boca abajo y
metía en el agua los dedos de su mano hasta quedarse dormida, o hasta que su
madre la reñía por estar ensuciando sus costosos ropajes.
Recordar a su progenitora provocó que
frunciera el ceño sin darse cuenta, a lo que terminó negando con la cabeza para
ver si lograba dejar la mente en blanco.
No pudo, y toda inspiración para el
poema se fue al garete en cuanto el general Jeon se despertó, tomando en un
gesto automático la espada que reposaba a su lado. Él se puso al lado de la
morena, Soyeon lo miró extrañada.
—Estos aullidos no son de un lobo común—
comentó —regresa a la habitación— ordenó.
Lo sabía, la hija de la viuda Kim sabía
que había algo que no iba bien, pero no lograba identificar qué era.
—¿Y cómo suena un lobo común?— preguntó
ella.
—No de esta manera— la
respuesta de su esposo la decepcionó un poco —por favor, regresa a tus
aposentos— los ojos de la muchacha se abrieron sorprendidos, era la primera vez
que escuchaba al contrario pedirle algo por favor. El general Jeon era un
hombre serio y de pocas palabras, cuidaba a Soyeon a su manera dentro de lo que
suponía su matrimonio falso, pero esta nunca había obtenido una palabra de
agradecimiento o demasiado cariñosa de su parte.
Ahora había recibido una petición que
sonó sincera y preocupada.
Tras unos segundos en shock finalmente
reaccionó, por lo que retiró el pie del agua y lentamente caminó hacia atrás
hasta sentir la cama arrugada y aún tibia en la que había estado intentando
dormir.
Nada más se quedó sola, su esposo cerró
las puertas correderas de los aposentos y los ojos de la morena vieron un juego
de luces y sombras gracias a la llama del farolillo que había dejado fuera. Se
le escapaban algunas palabras que oía tras las puertas dejando frases
incompletas en su cabeza, pero ver al general dando órdenes a los soldados que
se acercaban a su posición le hicieron entender que algo no iba realmente bien.
Soyeon tragó saliva, apretó ligeramente sus manos en puño y respiró con
profundidad; su corazón dio un vuelco en el momento en que su nariz fue capaz
de captar un olor intenso y caluroso que creyó haber olvidado.
El aire olía sucio, una mezcla de animal
salvaje y sangre.
—Mi señora— una criada abrió el par de
puertas correderas que quedaban en el otro extremo de la habitación —venga, su
majestad el rey ha ordenado que todo el mundo debe abandonar el palacio—.
—¿Qué ocurre?— ver las
sombras de su esposo y los otros guardias empezando a correr solo la puso
nerviosa.
—Es solo por precaución, pero
parece ser que una manada de lobos se ha acercado demasiado a la ciudad— la
joven corrió con las puntas de sus pies, sujetando sus ropajes para no tropezar
—los echarán, luego podrá regresar a sus aposentos—.
—¿Los echarán?— Soyeon
frunció el ceño un poco escéptica.
—Los matarán—.
—Comprendo…— los aullidos se
escucharon un poco más fuerte, a lo que sus piernas dejaron de responder. La
muchacha de largos cabellos negros recordó entonces que no todo el mundo estaba
a salvo.
—Mi señora, no se detenga por
favor, ya casi estamos a salvo—.
—¿No deberían los prisioneros
salir también?— la pregunta sonó tan ingenua a oídos de la criada que esta la
observó con los ojos llenos de duda.
—Los prisioneros no tienen
derecho a ser salvados, hace tiempo que el Cielo perdió la fe en ellos—.
Los ruidos en el exterior del palacio se
escuchaban más fuertes, escandalosos; golpes metálicos provenientes de las
espadas y rugidos de animales mezclados con los gritos de los soldados y la
risa maníaca del rey. Soyeon recordó lo irritante e incómodo que le pareció el
comportamiento del monarca durante la noche anterior, por lo bajo incluso
murmuró un “loco” que apenas se escuchó entre tanto barullo, cosa que en su
interior agradeció. Cualquier palabra malsonante o desagradable dirigida hacia
el soberano de Hanseong, podía terminar con varias cabezas clavadas en una pica
o cuerpos quemados hasta el punto de no poder reconocerlos.
La muchacha continuó caminando un poco
más distraída, pensando en aquello que acababa de decirle la criada. No
obstante, esa distracción apenas pudo meterse de lleno en su cabeza pues los
gritos de la mujer frente a ella le hicieron trastabillar hacia atrás, cayendo
de sentón en cuanto vio cómo un lobo bastante grande mordía a la criada. Los
ojos de la aristócrata temblaron, sus pupilas parecieron empequeñecerse por el
miedo a pesar de la poca luz que iluminaba los amplios pasillos decorados. Ella
no pudo gritar, su voz no salía, por lo que solo pudo hacer aquello que su
hermano siempre le repitió que hiciera cuando tuviese miedo: escapar.
Correr, huir, buscar un lugar seguro.
Soyeon no conocía del todo las
instalaciones del palacio, de hecho, comenzó a correr a ciegas en el momento en
que fue capaz de levantarse y evitar los ojos dorados de aquel animal que
sacudía el cuerpo ya inerte de la criada entre sus fauces, tal como si fuera un
muñeco.
Su pequeña estatura no ayudaba a poder
alejarse con rapidez y, ya fuese por la confusión de todo lo que estaba
ocurriendo o porque su estupidez al querer ser tan buena samaritana le estaba
jugando una mala pasada, la joven de largos cabellos morenos terminó bajando
hasta los calabozos. Sus pies descalzos sintieron el contraste de temperatura,
la humedad de la piedra sucia, la sensación aceitosa que dejaba un suelo
resbaladizo. Soyeon volvió a caer, esta vez de bruces contra el suelo —el
pequeño gimoteo llamó la atención de algunos presos. Algunos se habían
despertado con el constante ruido que se oía desde arriba, otros fueron
abriendo los ojos tras escuchar ciertos comentarios por parte de aquellos que
habían visualizado la pequeña figura de la aristócrata tirada bocabajo.
Pero las risotadas y golpes contra los
barrotes de hierro dejaron de escucharse en el momento en que la figura de un
lobo bajó las escaleras. Era la misma bestia de antes, la esposa del general
Jeon podía asegurarlo por la sangre fresca que aún bajaba por sus fauces;
goteaba de manera espesa, se mezclaba con la saliva del animal y caía de manera
amenazadoramente lenta hasta el suelo. Soyeon estaba aterrada, más aún al
percatarse de que no podía seguir huyendo porque aquel pasillo no tenía salida,
solo una entrada, y estaba custodiada por el lobo.
—Oye, oye preciosa— uno de los presos
intentó llamar la atención de la joven chasqueando los dedos en el aire —si me
abres la puerta te ayudo a ahuyentar a este perro sarnoso— pero ella no
respondió.
La muchacha se dirigió con pasos
pequeños y temerosos hasta la pared que quedaba la final del pasillo, tocándola
con las manos abiertas en un intento por encontrar mágicamente una salida. El
nerviosismo podía percibirse en sus gestos, en su respiración ajetreada; pronto
empezó a gimotear de nuevo, aunque esta vez no fue por una caída o un golpe,
sino porque temía que ese iba a ser su final. No había guardas en el calabozo,
nadie parecía poder ayudarla, y en cuanto el lobo corrió hacia ella, Soyeon
solo pudo gritar.
Fue entonces cuando, acurrucada contra
la húmeda y fría pared, pudo ver que todavía seguía viva. Por inercia tocó su
propio cuerpo por unos segundos y alzó la mirada solo para cruzarse con el lobo
de antes, el cual ahora mantenía sus orejas hacia atrás y parecía haberse
quedado congelado en el lugar.
—Q-Qué…— la aristócrata no entendía nada.
Sus dudas, sin embargo, parecieron
desaparecer en el momento en que alzó un poco más la cabeza y sus ojos vieron a
la mujer de nombre Seunghee, encerrada en la última celda. Los ojos de esta
brillaban en un intenso color dorado que reflejaba la única llama del lugar,
una antorcha que estaba quemando sus últimos segundos de vida y que pronto iba
a dejar todo el lugar a oscuras.
Todo pareció quedarse en un silencio incómodo, y aún cuando el lobo terminó huyendo del lugar tras soltar lo que pareció un lloriqueo, Soyeon fue incapaz de mantenerse en pie —la misma sensación vertiginosa que sufrió aquella noche donde vio a la hija del vendedor de pieles bañarse en el lago helado golpeó de nuevo todos sus sentidos, se mareó. Intentó entonces alejarse de aquella mirada penetrante, pero su cuerpo falló y terminó por desmayarse. Todo quedó en silencio.
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