Si bien la reina consorte había
mantenido una expresión seria, casi de enojo, durante parte de la cena de
bienvenida, esta no podía negar que el palacio del rey de Hanseong era bello e
inmaculado. Un edificio enorme con grandes columnas en su interior decoradas
con detalladas estructuras en forma de dragón dorado, así como estatuas de
imponentes leones en cada entrada y salida. Las expresiones feroces de aquellas
criaturas parecían querer transmitir que el rey tenía ojos sobre todos los que
se acercaban a su inmenso palacio, es más, incluso sobre su propio pueblo, el
cual vivía a la sombra del monarca como si los habitantes fueran simples peones
que el rey podía mover a su antojo. Tristemente aquello no distaba demasiado de
la realidad. La vida de los pueblerinos poco o nada le importaba a quien los
gobernaba, este ya tenía suficiente con sus propias locuras y paranoias.
—¿Se están divirtiendo?— la voz grave
del rey dirigiéndose a los señores de Ayutthaya llamó la atención de estos, los
cuales asintieron con una sonrisa cortés en el rostro tras la traducción
apresurada que su hija hizo para que pudieran entenderse —les quiero agradecer
su presencia en mi boda—.
—Gracias a vos por habernos
invitado— el monarca de Ayutthaya habló en un tono calmo, dándole tiempo a
Chonnasorn —nuestros territorios deberían permanecer unidos y esta es la mejor
oportunidad para hacer un tratado, ¿no cree?—.
—¿Ven a esa mujer de ahí?— el
anfitrión de la boda ignoró las palabras del rey Ramrachathirat al tiempo que
señalaba a una bella joven que permanecía cabizbaja y ausente —ella es la
heredera de la dinastía Ming, se llama Tingyan. Si les soy sincero creo que
ella es más hermosa que su hija así que quizás deberían cambiar puestos con el
emperador Hongwu y su esposa para que estos se sentaran a mi lado, ¿qué les
parece?— la sonrisa burlona y los ojos rojos del monarca indicaban que se había
sobrepasado con el alcohol. La lengua dormida y pegada a su paladar tampoco
ayudaba.
—¡¿Cómo osa?!— el grito que
la reina consorte soltó después de escuchar a su hija traducir al contrario fue
bastante notable, no obstante, este quedó opacado a causa de la música que
captó la atención de los presentes.
La princesa Chonnasorn solo pudo
expresar su desorientación y duda con una cara un tanto extraña, sintiéndose
perdida por las recientes declaraciones del monarca anfitrión. No le molestaba
que pensara así de ella, pero no podía negar que fue todo demasiado repentino
como para no sentirse confundida. No se atrevió a traducir el grito de su
progenitora.
Nadie se percató de la reacción de
aquella mujer debido a los versos de pansori que empezaron a resonar por todo
el patio de armas. La voz proyectada de Miyoung, junto con los golpes
acompasados de tambor por parte de Heejung, captaron la atención de los
presentes en la boda, logrando que estos dejaran de conversar. En el momento en
el que las hijas de la viuda Kim se quedaron en silencio, un golpe metálico
hizo eco en todo el lugar. Lo único que se escuchaba era el repiqueteo de la
madera consumiéndose en las hogueras que iluminaban a ambos lados del patio; de
vez en cuando, alguna copa que se llenaba de vino de arroz acompañaba al eco
nocturno. La respiración ajetreada del rey de Hanseong, quien parecía que iba a
saltar de su asiento en cualquier instante para gritar y reír como un loco,
logró colarse en los oídos de los presentes que permanecían sentados cerca de
él.
Sin embargo, el monarca no se movió de su
asiento; en su lugar, se acercó a Soyeon y le susurró las siguientes palabras:
—Prepárate para ver el espectáculo más
bello y feroz de estas tierras—.
El ruido metálico volvió a escucharse y
la hoja de una espada quedó clavada en la tierra fría entre dos baldosas de
forma irregular, justo en el centro de patio; Seunghee fue quien la enterró,
soltando el mango del arma lentamente al tiempo que daba lentos pasos hacia
atrás. Miyoung empezó a cantar de nuevo al tiempo que los tambores y un
gayageum acompañaban los cánticos de la muchacha.
Detrás del rey quedaba una de las
puertas que daban acceso al vestíbulo trasero del palacio; de ahí mismo comenzaron
a salir varias muchachas vestidas con largos ropajes de color rojo, las cuales
rodearon a Seunghee para acompañarla en la danza de las espadas. El suelo que
las jóvenes pisaban estaba ligeramente húmedo por las lluvias del día anterior,
y los bordes de sus largos trajes empezaron a ensuciarse a medida que daban
vueltas sobre sí mismas, siguiendo un compás cada vez más ligero y rápido. Las
bailarinas se movían con tanta soltura y profesionalidad que daba la sensación
de que flotaban; solo las manchas oscuras de la tierra húmeda en sus calzados
desmentían esa ilusión óptica.
La muchacha que guiaba al resto de
bailarinas se movía con la misma fluidez que el agua de aquél río cercano al
mercado, un constante flujo transparente y hermoso que brillaba con la luz de las
hogueras. No pasó demasiado tiempo antes de que la luna, tímida, blanca y
prácticamente redonda, saliera de entre las nubes e iluminara gran parte del
patio, creando un contraste de colores intenso y delicado. Quien se fijara bien
en Seunghee, podría incluso percibir el aliento condensado que salía de su boca
con cada movimiento fuerte y a la vez femenino; seco y a la vez sinuoso. La
diestra de la castaña acarició el mango de la espada para seguidamente
agarrarlo de manera firme y tirar hacia arriba con fuerza, haciendo que el arma
saliera proyectada varios metros hacia el manto de nubes nocturnas. Los
presentes no pudieron sino soltar exclamaciones de sorpresa al presenciar la
fuerza sobrehumana que parecía poseer la mujer.
Durante los segundos en los que la
espada bailó sola en el cielo, la joven dio vueltas sobre sí misma con los
brazos extendidos; saltando e interactuando con otras bailarinas con el único
propósito de distraer al público y al monarca. Seunghee esperaba que después de
eso, el rey la dejara en paz al menos por unos cuantos meses.
—¿Verdad que es maravillosa?— susurró el
soberano anfitrión al oído de Soyeon, manteniendo una sonrisa en su rostro que
bien podía pasar por la de un niño ilusionado.
—Lo es— confirmó la joven de
cabellos negros en un tono de voz igual de bajo que el del mayor —e-es…— el
pinchazo que sintió en su corazón cuando sus ojos se cruzaron con la mirada
feroz de Seunghee, la dejó sin habla.
—Perfecta— dijo el rey,
terminando la frase de la contraria.
La devoción que sentía el monarca por la
muchacha que bailaba entre espadas alcanzaba límites que ninguno de sus
consejeros lograba comprender. Ni siquiera los invitados en la boda podían
hacerse una idea del por qué aquella joven de lacios cabellos castaños y mirada
penetrante bailaba frente a ellos, teniendo en cuenta que era una pobre
pueblerina. Varios de los presentes mostraron su descontento nada más supieron
que una de las entretenciones que había escogido el rey para su boda, se
trataba de un baile hecho por una simple vendedora de pieles, alguien de origen
humilde.
No obstante, nadie podía negar que la
muchacha parecía tener un don para ese tipo de cosas.
La mano izquierda de la bailarina agarró
la espada en cuanto el arma descendió, y apoyó el filo de esta sobre su otro
brazo, el cual extendió y dejó tenso; seguidamente pasó la punta de la hoja
entre sus dedos en un agarre sólido y delicado. Seunghee sujetó la espada y se
quedó quieta en esa posición por unos segundos, liberando la hoja de sus
falanges en un gesto que dejó un pequeño corte en la cara interna de su índice.
La joven no sintió nada, pero ver la sangre bajando lentamente por su dedo la
molestó de sobremanera. Sus movimientos comenzaron a ser menos elegantes y más
salvajes, más intensos. El rey aplaudía, chillaba y cantaba, obligando a que
los invitados y el resto de personal presente en la boda hicieran lo mismo, o
que al menos lo intentaran porque no había compás alguno en sus cánticos.
Todos lo hicieron, todos menos la esposa
del rey Ramrachathirat, quien se negó a seguirle el juego a quien había
insultado a su hija llamándola poco agraciada. Orgullosa y tozuda como nadie,
la reina consorte no quiso darle el placer al anfitrión de aquella ciudad, no
hasta que este se disculpara por las palabras que había pronunciado antes de
que el baile empezara.
—Majestad— masculló la mujer, mirando de
manera fija al monarca ebrio —debería pedirle perdón a mi hija—.
—Madre— Chonnasorn se
apresuró a interrumpir a su progenitora, quien estaba a nada de alzarse y
encarar al hombre —por favor, siéntese—.
—¿Vas a permitir que te
llamen así? Da igual quien lo haya dicho, no tiene derecho—.
—Está haciendo un espectáculo
por nada, de verdad— la princesa de Ayutthaya tiró de las largas mangas que
cubrían los brazos morenos de la mayor y la miró con cierto pánico; sus pupilas
temblaban —pueden hablar de esas cosas en privado, pero ahora siéntese y
disfrute de la cena— la joven desvió la mirada nada más ver los ojos rojos del
rey de Hanseong, asustada por la sonrisa extraña marcada bajo aquél bigote
espeso de color negro —su majestad incluso consiguió comida de nuestro país, no
sea desagradecida—.
La mujer finalmente cedió a las súplicas
de su hija al ver que, efectivamente, varios presentes la estaban mirando con
cara de confusión; es más, la reina consorte incluso alcanzó a identificar alguna
que otra mirada inquisitoria.
El sonido de un daegeum llamó la
atención de los monarcas de Ayutthaya así como de su hija; Seunghee había
vuelto a captar la atención de todos cuando sus largos dedos comenzaron a
deslizarse por encima de los agujeros del instrumento, creando una larga y
pausada melodía que contrastaba con el ritmo más alegre que mantenían las hijas
de la viuda Kim. Los sonidos se mezclaron de una manera tan natural que más de
un invitado se sintió con la suficiente confianza como para acomodarse mejor en
su asiento, entre cojines de seda dorada y platos cargados de comida. Los
asistentes rodeaban el patio de armas en forma de cuadrado, todos
estratégicamente colocados y con cierto espacio entre unos y otros.
Las bailarinas fueron menguando sus
movimientos hasta quedarse prácticamente quietas en un punto concreto del
escenario, moviendo sus brazos con lentitud y en silencio. Nadie se atrevía a
hablar por miedo a romper la atmósfera etérea que se había creado gracias al
espectáculo de espadas y música.
No obstante, cuando Seunghee dejó de
tocar y volvió a abrir los ojos, un brillo dorado, fuerte y penetrante
resplandecía en estos con tanta intensidad que era imposible no verlo; aquello provocó
que Soyeon se aferrase al brazo de su esposo, el general Jeon, quien
simplemente había permanecido callado y bebiendo desde que había empezado la
cena posterior a la boda del rey. La esposa de este había estado haciendo lo
mismo, dando pequeños sorbos al licor de arroz en un silencio sepulcral el cual
no se atrevía a quebrar por miedo a que su nuevo esposo fuera a degollarla con
la misma facilidad con la que fue cortando cabezas a esas pueblerinas
sospechosas de ser sus hijas. La reina Sindeok solo se había atrevido a mostrar
ciertos gestos y calidez humana en cuanto alguien se dirigía personalmente a
ella para felicitarla por su boda.
—Maravilloso, ¡maravilloso!— gritó el
monarca de Hanseong en cuanto todos se quedaron en silencio y la música dejó de
sonar —¡ha sido maravilloso!— sus aplausos fuertes hicieron un sonido hueco
cada vez que unía sus manos para demostrar su emoción por una función bien
hecha. El resto de presentes hicieron lo mismo para contentarlo.
Las bailarinas y músicos hicieron una
reverencia frente al monarca; las hijas de la viuda Kim regresaron a sus
puestos y Seunghee se retiró lentamente tras quedarse sola en el patio de
armas.
—Majestad— la esposa del rey de
Ayutthaya volvió a llamar la atención del monarca anfitrión, aprovechando que
el espectáculo había terminado y los invitados presentes regresaban a las
conversaciones que habían dejado a medias antes del baile —con todo el respeto,
realmente creo que debería pedirle perdón a mi hija—.
—¿Qué es lo que dice?— el rey
de Hanseong se dirigió a la princesa Chonnasorn. La joven temblaba bajo sus
largos ropajes de colores exóticos y temía que las cosas acabaran mal por culpa
de la insistencia de su madre; no obstante, tradujo las palabras de su
progenitora.
—Dice que debería disculparse
conmigo por sus palabras de antes… ¡p-pero no es necesario!— las conversaciones
entre la mujer tailandesa y el hombre coreano habían avanzado a paso de tortuga
a causa de la barrera lingüística y la paciencia de la que carecía el monarca
—por favor majestad, discúlpela, está cansada del viaje y…—.
—No pasa nada— el rey
anfitrión se levantó de su asiento y agarró la espada del general Jeon, quien
se había ausentado a sus aposentos junto con su esposa cuando la función
terminó. Él siempre dejaba la espada al lado del rey por si este la necesitaba,
ese era su servicio a la corona —si ella quiere que me disculpe, lo haré, ¡por
supuesto que lo haré!— el monarca se acercó a la princesa Chonnasorn y alzó la
espada manteniendo una expresión desencajada en su rostro. Sus pupilas pequeñas
y la sonrisa de demente se intensificaron con la luz de las hogueras cercanas a
su posición —¡por supuesto que lo haré!—.
Un grito ahogado salió de la garganta de
la joven tailandesa al tiempo que esta se cubría la cabeza con ambos brazos; estaba
aterrada. La muchacha cerró los ojos con fuerza esperando el ataque del monarca
cuando escuchó un sonido metálico cerca de su cabeza y un silencio sepulcral
adueñándose del lugar. Temiendo aún por su vida, la princesa Chonnasorn abrió
los ojos y alzó la mirada, encontrándose con el filo de la espada que sujetaba
el monarca muy cerca de su rostro; sin embargo, otra espada paró el golpe.
La muchacha de piel más oscura reconoció
a la mujer que la había protegido del golpe, era esa misma chica que había
bailado en el patio de armas no hacía demasiados minutos. Los gritos que
comenzaron a escucharse después de que la esposa del rey Ramrachathirat se pusiera
a chillar y a blasfemar alborotaron al resto de invitados, consejeros y
personal del palacio. Soyeon y su esposo regresaron al patio de armas después
de escuchar el barullo, solo para encontrarse al rey de Hanseong riendo y
gritando mientras daba saltos y estocadas erróneas en dirección a Seunghee.
—¡Soldados!— la grave voz del general
Jeon resonó por el patio de armas —¡apresad a esa mujer, está atacando a
vuestro rey!—.
—¡No es cierto!— gritó la
muchacha de cabellos castaños en un intento por defenderse —¡él atacó a la
princesa de Ayutthaya! —.
—¡Mientes!—.
Los invitados se alejaron lo más que
pudieron del patio de armas, amontonándose contra los muros de piedra y madera
que rodeaban el sitio para evitar intrusos. Seunghee siguió rechazando los
golpes de espada con estocadas fuertes que hacían rebotar ambas hojas y fue
dando pasos hacia atrás hasta verse lo suficientemente lejos de los monarcas
invitados, a los cuales gritó y les hizo gestos con la mano para que se
refugiaran dentro del palacio. Para su mala suerte, distraerse ese instante
para asegurarse de que aquella familia la había entendido hizo que terminara
con la hoja de la espada del general Jeon clavada en su hombro.
Seunghee no gritó, ni siquiera se quejó.
Contrario a lo que pensó el rey, este no obtuvo reacción alguna por parte de la
mujer, lo que hizo que retirara la espada y la tirara al suelo, molesto y
enfadado.
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