viernes, 9 de octubre de 2020

Red Moon | Capítulo 6


Buenas noches pedacitos de luna, ¿todo bien?
Sí, finalmente vengo con un nuevo capítulo de "Red Moon" para todos vosotros, ¡ya era hora!

No me voy a alargar mucho más así que, ¡disfrutadlo!

Capítulo 5 | Capítulo 6 | Capítulo 7

Si quieres leer, dale a...

CAPÍTULO 6

Una suave presión en su frente hizo que finalmente Seungyeon abriera los ojos. La muchacha de piel morena sentía sus párpados pesados y sus ojos picaban; había dormido bien, pero no sabía dónde se encontraba. La estancia se hallaba en penumbra, siendo iluminada tan solo por unas cuantas velas distribuidas de manera estratégica por la habitación. Las ventanas permanecían cerradas y, al otro lado de las puertas de papel y seda, podía distinguir un par de sombras largas que portaban lanzas. La presión que sentía en su frente resultó ser una mano algo rasposa.

   —Por fin has despertado— la voz grave y profunda de Seunghee llegó a sus oídos, lo que hizo que la contraria sonriera tranquila y relajada —¿te duele algo? Fue una caída bastante aparatosa—.
            —Estoy bien— respondió Seungyeon —solo me mareé un poco—. Con cuidado en sus movimientos, la morena logró sentarse en la cama, percatándose en ese momento que la mayor llevaba un traje de color rojo sangre con un grueso cinto alrededor de su abdomen y el cabello suelto. La parte superior de su ropa, pegada ligeramente a su pecho, terminaba en dos trozos de tela que colgaban uno delante de sus piernas y el otro detrás; Seunghee también vestía unos pantalones blancos algo holgados, aunque apretados por la zona de la pantorrilla —¿qué haces vestida así?—.
            —Tengo que practicar para la danza de la espada— levantó el arma que llevaba con ella y suspiró de manera pesada —las modistas del rey me tuvieron encerrada en un baño por horas y luego me vistieron de esta manera— extendió los brazos para que la muchacha pudiera verla bien —no sé qué parezco—.
            —Ya decía yo que notaba un olor diferente— bromeó Seungyeon —ahora podrías pasar por una señorita de clase alta—.
            —Las señoritas de clase alta no bailan con espadas, solo tocan instrumentos, cantan y leen— la respuesta de Seunghee fue acompañada de un gruñido.
            —¿Por qué les tienes tanto odio?—.
            —No lo sé, es solo… instinto natural—.
            —Instinto natural o no, debo agradecerte que me llevaras hasta palacio— una tercera voz, menuda y aguda, apareció por la espalda de la castaña. Era la chica que se habían encontrado en el bosque —me gustaría pagártelo de algún modo—.
            —No hace falta que me pague nada— la mayor miró a su compañera y suspiró —solo debe prometerme que no le harán daño a Seungyeon, ni dentro ni fuera del palacio—.
            —¿Eso es todo?—.
            —Eso es todo—.
            —Te lo prometo—.
            —Bien, les dejaré solas—.
            —¿A dónde vas?— preguntó Seungyeon, sintiendo que su mandíbula caía unos centímetros al ver a la contraria ponerse de pie. Sabía que la castaña detestaba esa ropa que se apretaba demasiado a su cuerpo, pero la morena siempre había sentido una fuerte predilección por las curvas de la mayor, y no iba a ocultarlo ahora.
            —Deben conocerse mejor— respondió la mujer al tiempo que señalaba a ambas —además, ahora eres su sirvienta, así que comenzaré a tratarte de usted—.
            —¿Cómo que su sirvienta?— la morena quiso levantarse pero tantas horas estirada en la cama habían dejado sus piernas débiles —¡Seunghee vuelve aquí!— el reclamo fue en vano. Las puertas se cerraron y la muchacha de piel morena solo pudo seguir con los ojos cómo la sombra de la contraria se desplazaba hasta la derecha, desapareciendo en cuanto pasó la última vela encendida.

La hija del vendedor de pieles caminó en silencio por los pasillos del palacio. El pequeño cascabel que colgaba del borde superior de la vaina repiqueteaba contra el metal de ésta misma; Seunghee respiraba lo más flojo que podía. A medida que caminaba, se encontraba a izquierda y derecha con multitud de habitaciones, la mayoría de estas tenían las puertas cerradas y una luz tenue brillando en su interior. Las risas coquetas de mujeres en algunas de esas estancias hacían que la castaña perdiera el tintineo del cascabel; además, aquellas voces se colaban en su cabeza de manera desagradable.

Seunghee aceleró sus pasos para largarse de ese burdel de paredes de oro cuanto antes, terminando por encontrar las grandes escaleras de piedra que conducían a los amplios jardines traseros; en medio de los estos, se encontraba el patio de armas y principal escenario para los caprichos del rey al aire libre. La mujer agradeció esa oleada de aire fresco que acarició su rostro y despeinó ligeramente sus cabellos cuando dejó la gran estructura tras ella.

• • •

El monarca volvió a golpear el suelo con la palma de su mano y gritó, provocando de manera automática que las mujeres arrodilladas frente a él se encogieran de miedo. La sala estaba repleta de gente: pueblerinas arrestadas en contra de su voluntad, consejeros a izquierda y derecha y un rey que parecía que iba a explotar de ira en cualquier momento.

   —¿Quién de vosotras es mi hija, eh? ¡¿Quién?!— el monarca hablaba entre dientes, gruñendo y sintiendo la saliva acumularse en su boca —¡que alguien conteste!—.
            —Mi señor, cálmese, por favor— uno de sus consejeros alzó las manos en dirección al hombre —el mentor Jang no tardará en llegar de su meditación, él podrá solventar sus dudas—.
            —No quiero esperar, quiero respuestas, ¡y las quiero ya!— éste se acercó a uno de los guardias que protegían sus espaldas, tomó el arma que éste llevaba y la desenfundó para luego acercarse de manera amenazante a las mujeres que lloraban frente a él. —Si no quieren decirlo por las buenas, lo dirán por las malas—.

El rey comenzó a caminar por la sala, arrastrando la punta de la espada contra el suelo al tiempo que miraba en todas direcciones, sonriendo de manera cínica y cada vez más notable al cruzarse con un nuevo par de ojos llenos de miedo y súplica. Aquello le divertía. Asustar a la gente lo llenaba de felicidad y le hacía sentir un placer indescriptible, uno que no sentía con ninguna otra cosa o persona.

Las mujeres se arrastraban por el suelo como podían, intentándose alejar del hombre de tez dorada cuando veían que éste volvía a cercarse. El monarca se relamía los labios de manera constante y de vez en cuando daba una pisada fuerte contra el suelo, provocando gritos de histeria y temor. Los consejeros se miraban nerviosos entre sí, murmurando palabras en un tono tan bajo que ni siquiera llegaban a oídos del rey. Finalmente, el hombre tomó de los cabellos a una de las mujeres y se arrodilló a su altura, poniendo seguidamente el filo de la espada contra el cuello de ésta.

   —A ver, tú, ¿quiénes son tus padres?—.
            —N-No lo sé mi señor… Trabajo sola en uno de los molinos del pueblo—.
            —Entonces tú no eres— y acto seguido el monarca se levantó y cortó la cabeza de la mujer de un solo golpe, provocando que todas las demás mujeres comenzaran a gritar y a corretear por la sala como gallinas asustadas. El rey soltó una carcajada de maníaco al tiempo que tomaba los cabellos de otra mujer y repetía el proceso, ésta vez sin preguntarle siquiera quién era o a qué se dedicaban sus padres —¿cuál será la siguiente, eh?— el hombre se curvó hacia atrás sin parar de reír, buscando una nueva víctima para seguir creando caos; cuando la tuvo, tiró de sus cabellos para que perdiera el equilibrio.
            —¡Mi señor, tenga piedad!— gritó la mujer que ahora yacía de rodillas frente a él —¡déjeme vivir, por favor!—.
            —¡Cállate maldita escoria!— una nueva cabeza rodó por el suelo de la sala hasta llegar a la puerta de ésta.

Unos pequeños pies se asomaron por el pasillo, a lo que el monarca alzó la cabeza para ver quién era. Yujin se encontraba petrificada; tenía la boca entreabierta y su labio inferior temblaba. Sus manos, hechas puño contra su pecho, lucían tensas y con los nudillos blancos de la fuerza que estaba ejerciendo en un vano intento por ocultar el miedo que estaba sintiendo en ese preciso instante. Tenía ganas de gritar, de salir despavorida de allí y regresar a casa. La sangre que salía de la cabeza que quedaba a sus pies alcanzó las puntas de sus dedos, a lo que ella solo dio un par de pasos hacia atrás. Tras ella se encontraba Seungyeon, quien se mantuvo pegada a la contraria por miedo a que ésta colapsara.

A diferencia de la muchacha de ropas elegantes y nariz pequeña, la chica de piel morena había tenido que sobrevivir siendo testigo de actos atroces cometidos por los guardias y encontrándose con escenas que cualquiera que sufriera de estómago débil no podría aguantarlo. Seungyeon agradecía no ser una chica impresionable.

   —¡Querida mía!— gritó el rey, saltando por encima de los cadáveres todavía calientes hasta plantarse frente a Yujin —veo que tu sirvienta ya despertó, mandaré a las criadas para que la laven y preparen ropa para ella—.
            —¿Q-Qué es todo esto…?— preguntó la muchacha de complexión pequeña, sintiendo que las puntas de sus dedos se helaban al instante como si hubiera desaparecido toda la sangre de su cuerpo —¿q-qué está haciendo…?—.
            —¡Traidoras, eso son!— el rey señaló con la espada a todas las mujeres que seguían llorando y suplicando por su vida —miserables ratas de pueblo… Una de estas puede ser mi hija, no me puede robar el trono, ¡no nos puede destronar!—.
            —Esta no es la manera correcta de hacer las cosas— se atrevió a responder la joven con toda la valentía puesta en esas palabras —debería hacer caso a sus consejeros… es lo mejor—.
            —Tiene razón, majestad— una voz ajena a ellos, rasposa y arrugada, se coló tras las palabras de la muchacha. Finalmente el mentor Jang había llegado —nadie le va a robar el trono porque ninguna de estas mujeres es su hija—.
            —¿Y cómo lo sabes?— preguntó el hombre desconfiando de cualquier respuesta que fuera a darle el contrario.
            —Déjeme ser osado pero, centrarse en el color de piel es un error de principiantes. Debe ser paciente y esperar a que yo encuentre la respuesta, es lo único que puede hacer—.
            —¡Pero yo quiero que me des ya una respuesta!—.
            —Majestad. Sé que dejar que su hija siga suelta por éstas tierras es algo que lo mantiene nervioso pero, ahora hay cosas más importantes que una simple hija bastarda, ¿no cree?—.
            —¿Ah si?—.

El mentor Jang separó sus manos y señaló a la mujer pequeña que seguía temblando.

   —Podría anunciarles al resto de consejeros y gente de esta sala quién es ella y qué hace aquí— la muchacha de piel blanca dio un paso al frente, temerosa al ver que la sangre seguía la forma del filo de la espada hasta caer en forma de gotas espesas contra el suelo —después de todo, no quedan muchos días para que sus invitados lleguen a la fiesta, y todavía queda mucho que preparar para que sea una boda perfecta—.
            —Tienes razón… Escuchadme bien, ella es Choi Yujin— el hombre tiró la espada y tomó con su mano más limpia la pequeña mano de la contraria —pero cuando llegue nuestra boda y nos hayamos casado, será vuestra nueva reina, la reina Sindeok—.

• • •

[Una semana más tarde]

A pesar de que intentaba no dormirse porque sus padres le habían asegurado de que estaban por llegar, tantas horas dentro del carruaje no hacían más que provocarle el efecto contrario. La joven de cabellos oscuros y mirada brillante se había mantenido despierta toda la noche mientras duraba el viaje para que sus progenitores pudieran dormir. Entonces, ¿ahora le tocaba a ella poder descansar un poco, no? Nada, solo pedía cinco minutos para quitarse esa molesta y pesada sensación de encima.

   —Hija, no te duermas, pronto alcanzaremos la ciudad de Hanseong y tienes que lucir presentable—.
            —Pero madre…—.
            —Nada de peros, mira, ya se puede ver el palacio—.
            —Madre, eso es un árbol—.
            —¿Tú crees? A mi más bien me parece un…— de repente, una sacudida brusca hizo que el carro terminara inclinado hacia la derecha. Los pasajeros acabaron deslizándose de sus asientos hasta caer al suelo —¿q-qué pasa? ¡Nos atacan! ¡G-Guardias, guardias!—.
            —Madre, tranquilícese— como pudo, la muchacha salió por la ventana del carruaje y se acercó hasta los hombres que los acompañaban —¿qué ha ocurrido?—.
            —Se ha roto una rueda— el guardia dejó apoyada una de sus manos contra su nuca mientras analizaba el desastre —creo que deberemos dejar los regalos atrás y seguir a caballo—.
            —¡Ni hablar!— la reina intentó seguir a su hija, metiéndose por el agujero de la ventana hasta quedar atascada en este. La ropa larga y holgada que vestía la mujer de gruesa figura no ayudaba a que la imagen pudiera ser tomada en serio. La princesa estaba a punto de explotar de la risa, y si lo estaba evitando era simplemente porque sabía que el castigo podía ser horrible.
            —Madre, ¿cómo quiere que llevemos los regalos si nos hemos quedado sin medio de transporte?— la muchacha abrió las puertas traseras del carro desde fuera, esperando que los guardias y sirvientas pudieran ayudar a su progenitora a salir de aquél pequeño agujero. El rey se mantuvo callado; era mejor no llevarle la contraria a su esposa —padre, diga algo, por favor— o al menos esa era la idea.
            —¿Y si nosotros vamos a caballo y el resto cargan con los regalos hasta el palacio?— el silencio invadió el ambiente hasta que un pequeño ruido llamó la atención de la princesa y algunos guardias —hija, intenta averiguar si el palacio queda muy lejos. Quizás ese pueblerino nos puede dar una respuesta—.

La joven agarró parte de su larga falda y avanzó hacia el desconocido, quedando consternada cuando el hombre se le arrodilló a sus pies y empezó a hacerle reverencias torpes y nerviosas.

   —D-Disculpe, buen hombre, ¿dónde queda el palacio de Hanseong?— con un coreano casi perfecto, la joven intentó captar la atención del contrario, quien mantenía la cabeza contra el suelo como si estuviera rezando. Solo cuando escuchó la palabra “palacio”, éste se atrevió a buscar los ojos de la joven, señalando tras él de manera insistente, aunque sin mencionar palabra —muchas gracias, tenga un buen día—.

Al regresar con sus padres y explicarles el resultado de su pequeño interrogatorio, estos decidieron seguir las palabras del rey. Los guardias irían a pie y cargarían con los regalos del interior del carro. Los sirvientes se encargarían del resto.

   —Mire, madre, ahora sí se puede ver el palacio— la princesa de oscuros cabellos señaló hacia el fondo, allá donde destacaba un alto tejado de color rojo oscuro entre los árboles —espero que el rey no esté muy enfadado por nuestra tardanza—.
            —Nuestro retraso está más que justificado. Si este monarca tuviera los caminos de su país en buen estado, nuestra rueda no hubiera sucumbido a las dichosas piedras—.
            —Madre, no le puede decir eso, no queremos conflictos de ningún tipo—.
            —¡Por supuesto que no! Solo estaba pensando en voz alta—.

A pesar de que el camino era algo difícil para los cascos de los caballos, finalmente alcanzaron las puertas de la ciudad. Estas se abrieron, atrayendo la atención de todos los pueblerinos que cesaron sus actividades solo para ver quién entraba. Los ojos curiosos y cansados de los habitantes de Hanseong pronto regresaron a sus labores, aunque algunos de estos intentaron acercarse, atraídos por los colores brillantes y los complementos relucientes que llevaban los recién llegados. En más de una ocasión, los guardias que acompañaban a aquella familia real de otro país tuvieron que apartar con las puntas de sus lanzas a los habitantes de esa gran pocilga.

El hedor de los excrementos y suciedad los recibió cual bofetada en la cara, pero aquello pronto quedó en segundo plano cuando un consejero del rey se presentó en la puerta del gran palacio, avisándoles de que el monarca los estaba esperando y que tenía muchas ganas de verles.

            —Majestad— el silencio reinó en el gran comedor; las risitas de las concubinas desaparecieron y el murmullo de las personas hablando entre sí, cesó —han llegado los reyes de Ayutthaya. El rey Ramrachathirat, su esposa la reina consorte y la heredera de la dinastía Uthong, la princesa Chonnasorn—.

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