Una suave presión en su frente hizo que
finalmente Seungyeon abriera los ojos. La muchacha de piel morena sentía sus
párpados pesados y sus ojos picaban; había dormido bien, pero no sabía dónde se
encontraba. La estancia se hallaba en penumbra, siendo iluminada tan solo por
unas cuantas velas distribuidas de manera estratégica por la habitación. Las
ventanas permanecían cerradas y, al otro lado de las puertas de papel y seda,
podía distinguir un par de sombras largas que portaban lanzas. La presión que
sentía en su frente resultó ser una mano algo rasposa.
—Por fin has despertado— la voz grave y
profunda de Seunghee llegó a sus oídos, lo que hizo que la contraria sonriera
tranquila y relajada —¿te duele algo? Fue una caída bastante aparatosa—.
—Estoy bien— respondió
Seungyeon —solo me mareé un poco—. Con cuidado en sus movimientos, la morena
logró sentarse en la cama, percatándose en ese momento que la mayor llevaba un
traje de color rojo sangre con un grueso cinto alrededor de su abdomen y el
cabello suelto. La parte superior de su ropa, pegada ligeramente a su pecho,
terminaba en dos trozos de tela que colgaban uno delante de sus piernas y el otro
detrás; Seunghee también vestía unos pantalones blancos algo holgados, aunque
apretados por la zona de la pantorrilla —¿qué haces vestida así?—.
—Tengo que practicar para la
danza de la espada— levantó el arma que llevaba con ella y suspiró de manera
pesada —las modistas del rey me tuvieron encerrada en un baño por horas y luego
me vistieron de esta manera— extendió los brazos para que la muchacha pudiera
verla bien —no sé qué parezco—.
—Ya decía yo que notaba un
olor diferente— bromeó Seungyeon —ahora podrías pasar por una señorita de clase
alta—.
—Las señoritas de clase alta
no bailan con espadas, solo tocan instrumentos, cantan y leen— la respuesta de
Seunghee fue acompañada de un gruñido.
—¿Por qué les tienes tanto odio?—.
—No lo sé, es solo… instinto
natural—.
—Instinto natural o no, debo
agradecerte que me llevaras hasta palacio— una tercera voz, menuda y aguda,
apareció por la espalda de la castaña. Era la chica que se habían encontrado en
el bosque —me gustaría pagártelo de algún modo—.
—No hace falta que me pague
nada— la mayor miró a su compañera y suspiró —solo debe prometerme que no le
harán daño a Seungyeon, ni dentro ni fuera del palacio—.
—¿Eso es todo?—.
—Eso es todo—.
—Te lo prometo—.
—Bien, les dejaré solas—.
—¿A dónde vas?— preguntó
Seungyeon, sintiendo que su mandíbula caía unos centímetros al ver a la
contraria ponerse de pie. Sabía que la castaña detestaba esa ropa que se
apretaba demasiado a su cuerpo, pero la morena siempre había sentido una fuerte
predilección por las curvas de la mayor, y no iba a ocultarlo ahora.
—Deben conocerse mejor—
respondió la mujer al tiempo que señalaba a ambas —además, ahora eres su
sirvienta, así que comenzaré a tratarte de usted—.
—¿Cómo que su sirvienta?— la
morena quiso levantarse pero tantas horas estirada en la cama habían dejado sus
piernas débiles —¡Seunghee vuelve aquí!— el reclamo fue en vano. Las puertas se
cerraron y la muchacha de piel morena solo pudo seguir con los ojos cómo la
sombra de la contraria se desplazaba hasta la derecha, desapareciendo en cuanto
pasó la última vela encendida.
La hija del vendedor de pieles caminó en
silencio por los pasillos del palacio. El pequeño cascabel que colgaba del
borde superior de la vaina repiqueteaba contra el metal de ésta misma; Seunghee
respiraba lo más flojo que podía. A medida que caminaba, se encontraba a
izquierda y derecha con multitud de habitaciones, la mayoría de estas tenían
las puertas cerradas y una luz tenue brillando en su interior. Las risas
coquetas de mujeres en algunas de esas estancias hacían que la castaña perdiera
el tintineo del cascabel; además, aquellas voces se colaban en su cabeza de manera
desagradable.
Seunghee aceleró sus pasos para largarse
de ese burdel de paredes de oro cuanto antes, terminando por encontrar las
grandes escaleras de piedra que conducían a los amplios jardines traseros; en
medio de los estos, se encontraba el patio de armas y principal escenario para
los caprichos del rey al aire libre. La mujer agradeció esa oleada de aire
fresco que acarició su rostro y despeinó ligeramente sus cabellos cuando dejó
la gran estructura tras ella.
• • •
El
monarca volvió a golpear el suelo con la palma de su mano y gritó, provocando
de manera automática que las mujeres arrodilladas frente a él se encogieran de
miedo. La sala estaba repleta de gente: pueblerinas arrestadas en contra de su
voluntad, consejeros a izquierda y derecha y un rey que parecía que iba a
explotar de ira en cualquier momento.
—¿Quién de vosotras es mi hija, eh?
¡¿Quién?!— el monarca hablaba entre dientes, gruñendo y sintiendo la saliva
acumularse en su boca —¡que alguien conteste!—.
—Mi señor, cálmese, por
favor— uno de sus consejeros alzó las manos en dirección al hombre —el mentor
Jang no tardará en llegar de su meditación, él podrá solventar sus dudas—.
—No quiero esperar, quiero
respuestas, ¡y las quiero ya!— éste se acercó a uno de los guardias que protegían
sus espaldas, tomó el arma que éste llevaba y la desenfundó para luego
acercarse de manera amenazante a las mujeres que lloraban frente a él. —Si no
quieren decirlo por las buenas, lo dirán por las malas—.
El rey comenzó a caminar por la sala,
arrastrando la punta de la espada contra el suelo al tiempo que miraba en todas
direcciones, sonriendo de manera cínica y cada vez más notable al cruzarse con
un nuevo par de ojos llenos de miedo y súplica. Aquello le divertía. Asustar a
la gente lo llenaba de felicidad y le hacía sentir un placer indescriptible,
uno que no sentía con ninguna otra cosa o persona.
Las mujeres se arrastraban por el suelo
como podían, intentándose alejar del hombre de tez dorada cuando veían que éste
volvía a cercarse. El monarca se relamía los labios de manera constante y de
vez en cuando daba una pisada fuerte contra el suelo, provocando gritos de
histeria y temor. Los consejeros se miraban nerviosos entre sí, murmurando
palabras en un tono tan bajo que ni siquiera llegaban a oídos del rey.
Finalmente, el hombre tomó de los cabellos a una de las mujeres y se arrodilló
a su altura, poniendo seguidamente el filo de la espada contra el cuello de
ésta.
—A ver, tú, ¿quiénes son tus padres?—.
—N-No lo sé mi señor… Trabajo
sola en uno de los molinos del pueblo—.
—Entonces tú no eres— y acto
seguido el monarca se levantó y cortó la cabeza de la mujer de un solo golpe,
provocando que todas las demás mujeres comenzaran a gritar y a corretear por la
sala como gallinas asustadas. El rey soltó una carcajada de maníaco al tiempo
que tomaba los cabellos de otra mujer y repetía el proceso, ésta vez sin
preguntarle siquiera quién era o a qué se dedicaban sus padres —¿cuál será la
siguiente, eh?— el hombre se curvó hacia atrás sin parar de reír, buscando una
nueva víctima para seguir creando caos; cuando la tuvo, tiró de sus cabellos
para que perdiera el equilibrio.
—¡Mi señor, tenga piedad!—
gritó la mujer que ahora yacía de rodillas frente a él —¡déjeme vivir, por
favor!—.
—¡Cállate maldita escoria!—
una nueva cabeza rodó por el suelo de la sala hasta llegar a la puerta de ésta.
Unos pequeños pies se asomaron por el
pasillo, a lo que el monarca alzó la cabeza para ver quién era. Yujin se
encontraba petrificada; tenía la boca entreabierta y su labio inferior
temblaba. Sus manos, hechas puño contra su pecho, lucían tensas y con los
nudillos blancos de la fuerza que estaba ejerciendo en un vano intento por
ocultar el miedo que estaba sintiendo en ese preciso instante. Tenía ganas de
gritar, de salir despavorida de allí y regresar a casa. La sangre que salía de
la cabeza que quedaba a sus pies alcanzó las puntas de sus dedos, a lo que ella
solo dio un par de pasos hacia atrás. Tras ella se encontraba Seungyeon, quien
se mantuvo pegada a la contraria por miedo a que ésta colapsara.
A diferencia de la muchacha de ropas
elegantes y nariz pequeña, la chica de piel morena había tenido que sobrevivir
siendo testigo de actos atroces cometidos por los guardias y encontrándose con
escenas que cualquiera que sufriera de estómago débil no podría aguantarlo.
Seungyeon agradecía no ser una chica impresionable.
—¡Querida mía!— gritó el rey, saltando
por encima de los cadáveres todavía calientes hasta plantarse frente a Yujin
—veo que tu sirvienta ya despertó, mandaré a las criadas para que la laven y
preparen ropa para ella—.
—¿Q-Qué es todo esto…?—
preguntó la muchacha de complexión pequeña, sintiendo que las puntas de sus
dedos se helaban al instante como si hubiera desaparecido toda la sangre de su
cuerpo —¿q-qué está haciendo…?—.
—¡Traidoras, eso son!— el rey
señaló con la espada a todas las mujeres que seguían llorando y suplicando por
su vida —miserables ratas de pueblo… Una de estas puede ser mi hija, no me
puede robar el trono, ¡no nos puede destronar!—.
—Esta no es la manera
correcta de hacer las cosas— se atrevió a responder la joven con toda la
valentía puesta en esas palabras —debería hacer caso a sus consejeros… es lo
mejor—.
—Tiene razón, majestad— una
voz ajena a ellos, rasposa y arrugada, se coló tras las palabras de la
muchacha. Finalmente el mentor Jang había llegado —nadie le va a robar el trono
porque ninguna de estas mujeres es su hija—.
—¿Y cómo lo sabes?— preguntó
el hombre desconfiando de cualquier respuesta que fuera a darle el contrario.
—Déjeme ser osado pero,
centrarse en el color de piel es un error de principiantes. Debe ser paciente y
esperar a que yo encuentre la respuesta, es lo único que puede hacer—.
—¡Pero yo quiero que me des
ya una respuesta!—.
—Majestad. Sé que dejar que
su hija siga suelta por éstas tierras es algo que lo mantiene nervioso pero,
ahora hay cosas más importantes que una simple hija bastarda, ¿no cree?—.
—¿Ah si?—.
El mentor Jang separó sus manos y señaló
a la mujer pequeña que seguía temblando.
—Podría anunciarles al resto de
consejeros y gente de esta sala quién es ella y qué hace aquí— la muchacha de
piel blanca dio un paso al frente, temerosa al ver que la sangre seguía la
forma del filo de la espada hasta caer en forma de gotas espesas contra el
suelo —después de todo, no quedan muchos días para que sus invitados lleguen a
la fiesta, y todavía queda mucho que preparar para que sea una boda perfecta—.
—Tienes razón… Escuchadme bien, ella es
Choi Yujin— el hombre tiró la espada y tomó con su mano más limpia la pequeña
mano de la contraria —pero cuando llegue nuestra boda y nos hayamos casado,
será vuestra nueva reina, la reina Sindeok—.
• • •
[Una semana más tarde]
A pesar
de que intentaba no dormirse porque sus padres le habían asegurado de que
estaban por llegar, tantas horas dentro del carruaje no hacían más que
provocarle el efecto contrario. La joven de cabellos oscuros y mirada brillante
se había mantenido despierta toda la noche mientras duraba el viaje para que
sus progenitores pudieran dormir. Entonces, ¿ahora le tocaba a ella poder
descansar un poco, no? Nada, solo pedía cinco minutos para quitarse esa molesta
y pesada sensación de encima.
—Hija, no te duermas, pronto
alcanzaremos la ciudad de Hanseong y tienes que lucir presentable—.
—Pero madre…—.
—Nada de peros, mira, ya se
puede ver el palacio—.
—Madre, eso es un árbol—.
—¿Tú crees? A mi más bien me
parece un…— de repente, una sacudida brusca hizo que el carro terminara
inclinado hacia la derecha. Los pasajeros acabaron deslizándose de sus asientos
hasta caer al suelo —¿q-qué pasa? ¡Nos atacan! ¡G-Guardias, guardias!—.
—Madre, tranquilícese— como
pudo, la muchacha salió por la ventana del carruaje y se acercó hasta los hombres
que los acompañaban —¿qué ha ocurrido?—.
—Se ha roto una rueda— el guardia
dejó apoyada una de sus manos contra su nuca mientras analizaba el desastre
—creo que deberemos dejar los regalos atrás y seguir a caballo—.
—¡Ni hablar!— la reina
intentó seguir a su hija, metiéndose por el agujero de la ventana hasta quedar
atascada en este. La ropa larga y holgada que vestía la mujer de gruesa figura
no ayudaba a que la imagen pudiera ser tomada en serio. La princesa estaba a
punto de explotar de la risa, y si lo estaba evitando era simplemente porque
sabía que el castigo podía ser horrible.
—Madre, ¿cómo quiere que
llevemos los regalos si nos hemos quedado sin medio de transporte?— la muchacha
abrió las puertas traseras del carro desde fuera, esperando que los guardias y
sirvientas pudieran ayudar a su progenitora a salir de aquél pequeño agujero.
El rey se mantuvo callado; era mejor no llevarle la contraria a su esposa
—padre, diga algo, por favor— o al menos esa era la idea.
—¿Y si nosotros vamos a
caballo y el resto cargan con los regalos hasta el palacio?— el silencio
invadió el ambiente hasta que un pequeño ruido llamó la atención de la princesa
y algunos guardias —hija, intenta averiguar si el palacio queda muy lejos.
Quizás ese pueblerino nos puede dar una respuesta—.
La joven agarró parte de su larga falda
y avanzó hacia el desconocido, quedando consternada cuando el hombre se le
arrodilló a sus pies y empezó a hacerle reverencias torpes y nerviosas.
—D-Disculpe, buen hombre, ¿dónde queda
el palacio de Hanseong?— con un coreano casi perfecto, la joven intentó captar
la atención del contrario, quien mantenía la cabeza contra el suelo como si
estuviera rezando. Solo cuando escuchó la palabra “palacio”, éste se atrevió a
buscar los ojos de la joven, señalando tras él de manera insistente, aunque sin
mencionar palabra —muchas gracias, tenga un buen día—.
Al regresar con sus padres y explicarles
el resultado de su pequeño interrogatorio, estos decidieron seguir las palabras
del rey. Los guardias irían a pie y cargarían con los regalos del interior del
carro. Los sirvientes se encargarían del resto.
—Mire, madre, ahora sí se puede ver el
palacio— la princesa de oscuros cabellos señaló hacia el fondo, allá donde
destacaba un alto tejado de color rojo oscuro entre los árboles —espero que el
rey no esté muy enfadado por nuestra tardanza—.
—Nuestro retraso está más que
justificado. Si este monarca tuviera los caminos de su país en buen estado,
nuestra rueda no hubiera sucumbido a las dichosas piedras—.
—Madre, no le puede decir
eso, no queremos conflictos de ningún tipo—.
—¡Por supuesto que no! Solo
estaba pensando en voz alta—.
A pesar de que el camino era algo
difícil para los cascos de los caballos, finalmente alcanzaron las puertas de
la ciudad. Estas se abrieron, atrayendo la atención de todos los pueblerinos
que cesaron sus actividades solo para ver quién entraba. Los ojos curiosos y
cansados de los habitantes de Hanseong pronto regresaron a sus labores, aunque
algunos de estos intentaron acercarse, atraídos por los colores brillantes y
los complementos relucientes que llevaban los recién llegados. En más de una
ocasión, los guardias que acompañaban a aquella familia real de otro país tuvieron
que apartar con las puntas de sus lanzas a los habitantes de esa gran pocilga.
El hedor de los excrementos y suciedad
los recibió cual bofetada en la cara, pero aquello pronto quedó en segundo
plano cuando un consejero del rey se presentó en la puerta del gran palacio,
avisándoles de que el monarca los estaba esperando y que tenía muchas ganas de
verles.
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