sábado, 30 de noviembre de 2019

Red Moon | Capítulo 2


Buenas tardes, bizcochos con chocolate caliente, ¿todo bien?
Finalmente voy a ver Frozen 2, pero antes de eso, quise pasarme a dejaros un pequeño regalo en forma de capítulo. ¿Casualidad que todo tenga que ver con el número 2? No lo creo.

¡Disfrutadlo!

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CAPÍTULO 2

Un fuerte ronquido en su oído hizo que se despertara. Soyeon abrió los ojos con pereza, sintiendo un molesto dolor de cabeza que aparecía siempre que no dormía en el palacio de Jeonju. Se quedó un rato pensando qué hacer; ¿quizás pedir otra almohada a alguna de las criadas para ver si así dormía mejor? Descartó la idea al escuchar un nuevo ronquido de su esposo, quien había terminado durmiendo fuera de la cama, como de costumbre. Ella lo miró y sonrió, levantándose para despertarlo y conducirlo de nuevo hasta la cama.

   —Eres tan bonita— canturreó él, haciendo que la joven girara el rostro al sentir un fuerte hedor a alcohol —ven conmigo, mi esposa no dirá nada— ella frunció el ceño y él se rio, señalándola —oh, tú te pareces a ella, ¡qué curioso!—.
            —Duérmete— le ordenó, tapándolo con las sábanas satinadas de color granate.
            —No, quiero acostarme contigo—.
            —Yo no quiero—.
            —Me da igual, aquí yo dicto las órdenes— la agarró con fuerza del brazo y la atrajo hacia su cuerpo.
            —No, déjame. Estás ebrio—.
            —No lo estoy—.
            —¡Suéltame!— Soyeon intentó separarse de los brazos del general, pero él era muy fuerte en comparación con ella, y bastó un solo tirón para romperle parte de la ropa que la joven utilizaba para dormir —¡basta!—.

De repente, una piedra impactó en una de las puertas de papel recubiertas de seda fina, acabando por chocar contra la frente del general Jeon. Su esposa aprovechó tal distracción para coger uno de los jungchimak del contrario y huir corriendo de la habitación, llegando a las afueras del palacio.

Esquivar a los guardias fue fácil, pero cuando Soyeon se dio cuenta, se había adentrado tanto en el bosque que quedaba tras los muros que no lograba encontrar el camino de vuelta. Pensó en arrinconarse contra algún árbol, esperar a que se hiciera de día y gritar con la esperanza de que alguien la oyera —quizás algún campesino—, pero un fuerte y largo aullido de dolor puso todos sus sentidos en alerta. Tenía miedo, mucho a decir verdad. La muchacha miró a izquierda y derecha, caminando con pasos lentos y silenciosos al tiempo que agarraba con fuerza los bordes del jungchimak. Los nudillos de sus manos y las puntas de sus dedos se volvieron de color blanco debido a la presión que ejercía, pero eso era lo único que le hacía sentirse un poco más segura en ese oscuro y amenazante lugar.

Haberse adentrado en el bosque no había sido la mejor idea, pero prefería ser devorada por lobos antes que soportar a su esposo borracho y violento. El general Jeon siempre era caballeroso con ella, pero cuando se sobrepasaba con el alcohol parecía una persona completamente distinta, y aquello entristecía a Soyeon. Lo peor era que el hombre no se iba a acordar de nada a la mañana siguiente, por lo que la joven no veía el por qué reclamarle si tampoco iba a entender cuál era la verdadera gravedad del asunto. Sin embargo, había algo que le había llamado la atención: la piedra. Alguien había tirado esa piedra expresamente para que impactara contra la cabeza de su esposo, ¿pero quién? ¿Acaso algún enemigo de tierras vecinas se había desplazado hasta Hanseong para atacarlos? ¿O quizás en realidad la piedra iba para ella y el atacante tenía la peor puntería del mundo?

Sus pies descalzos se hundían en la tierra húmeda y fría a cada nuevo paso que daba; el musgo y las pequeñas ramas secas se metían entre sus dedos, provocándole cosquilleos. Los recuerdos de cuando era niña y corría descalza cerca del riachuelo junto a su hermano mayor golpearon su cabeza con fuerza, haciéndole sonreír con cierta melancolía. La sensación de libertad era algo que había ido perdiendo con el paso de los años, y a pesar de que vivir en un palacio le daba ciertas ventajas de las que no todo el mundo podía gozar, Soyeon se sentía sola, muy sola.

Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas y, antes de que se diera cuenta, sus piernas la habían conducido hasta la zona más alejada del bosque. Una parte de ella se sentía segura, allí nadie la buscaría, pero su otra parte temblaba de miedo, y aquellos besos de tierra nocturna en sus pies ya no la calmaban. Un gruñido hizo que levantara la cabeza, encontrándose de frente con una bestia inmensa, peluda y negra. Era un lobo, pero no un lobo común; sus colmillos sobresalían de su boca, sus ojos amarillos brillaban como el fuego, y su pelaje tenía destellos rojos que resaltaban cada vez que los rayos de luna lograban colarse entre las ramas de los altos árboles que formaban aquél bosque.

Soyeon se había topado con un monstruo. Pero ese era, probablemente, el monstruo más hermoso de todos. Imponía respeto y miedo, e invitaba a la chica a que saliera corriendo tanto como sus cortas piernas le permitiesen, pero a la vez quería quedarse, perderse en aquellos ojos, sentirse observada por la faceta más salvaje de la naturaleza, de un ser que parecía libre. Al menos eso pensó hasta que se fijó que en el cuello del animal había un grueso collar de metal que hería su piel. La sangre se mezclaba con el largo pelaje, quedando camuflada cuando la luna no iluminaba su figura. La muchacha alargó una mano hacia la bestia, pero el rugido de ésta y el ademán por morderla hicieron que cayera de espaldas al suelo, sintiéndose pequeña e indefensa ante un monstruo tan enorme.

El collar estaba atado a una cadena que se perdía en la oscuridad de una cueva escarbada en una pared de roca. Soyeon siempre había pensado que Hanseong no tenía montañas y que era el mismo bosque el que limitaba su extensión, pero daba la casualidad que aquella era la parte que nunca había explorado durante sus visitas anteriores… al menos hasta esa noche. ¿Qué hora era?

   —No quiero hacerte daño— masculló con la voz temblorosa, arrastrándose un poco hacia atrás antes de verse a una distancia segura; acto seguido se levantó, notando como sus piernas flaqueaban del miedo. Las reacciones naturales de su cuerpo la impresionaron incluso a ella. La joven de largos cabellos negros pensaba que aquello que le provocaba más miedo era su marido borracho o los abusos de este, pero no, se equivocaba, ¡y cuánto que se equivocaba! El remolino angustioso en la boca de su estómago le dejaba claro que todavía no conocía nada del mundo exterior, y que aquellas bestias de las cuales había leído en fábulas y libros de leyendas, existían de verdad —tranquilo, no voy a hacerte nada, lo prometo—.

Alzó ambas manos, mostrando sus palmas desnudas, blancas y sucias, en un intento por protegerse del posible ataque que ese animal pudiera hacer en cualquier momento. Su corazón latía con fuerza, el sudor frío comenzó a aparecer en su nuca, su espalda baja y bajo sus ojos, haciéndole lucir pálida y enferma. Un nuevo aullido erizó su vello al tiempo que daba un paso hacia atrás, percatándose de que el monstruo había avanzado hacia ella. Soyeon sentía que si parpadeaba, el animal aprovecharía aquella pequeña distracción para saltarle sobre el cuello, pero la muchacha tropezó con una rama que le hizo caer de nuevo contra el suelo, y antes de que el lobo pudiera hacer nada, la esposa del general se puso a gritar como una desesperada.

La presión que sentía sobre sus hombros al mirar aquella bestia era una sensación extraña, muy dura y persistente. Su pecho dolía. ¿Acaso le estaba robando el alma? El hecho de que fuera de noche y prácticamente sin luz a los alrededores no ayudaba en nada. El miedo a la oscuridad seguía latente como el primer día en el que sus hermanas la encerraron en una pequeña habitación por días, riéndose de ella mientras le decían que se iba a morir ahí, sola y sucia porque nadie la quería.

   —¡Señorita! ¡¿Qué hace aquí a estas horas?! ¡¿Se encuentra bien?!— el hombre canoso de esa misma mañana apareció de repente, provocándole un nuevo susto a Soyeon —¿qué hace tan lejos del palacio? Se va a resfriar, espere— con torpeza se quitó parte de su ropa y se la prestó a la joven, quien la tomó confundida y agradecida a la vez.
            —Camino dormida— mintió, mirando a izquierda y derecha como si esa fuera la primera vez que se daba cuenta de dónde estaba —¿qué hace usted aquí, señor…?—.
            —Oh, me llamo Oh Ilwoo— él sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban.
            —Ésta bestia…— la joven agarró con más fuerza los bordes de la ropa y dio un paso hacia atrás, cruzándose de nuevo con aquellos ojos que parecían penetrar en su ser.
            —Es una larga historia, pero por favor, no se lo cuente a nadie… Se lo ruego—.
            —Creo que tampoco me creerían si lo hiciera— comentó al tiempo que un suave bufido escapaba de sus labios.
            —Ella no pidió esto, pero es lo mejor para todos, mantenerla alejada del peligro— el hombre abrió una de las cestas de mimbre que cargaba y dejó caer al suelo las tripas y restos de animales despellejados —si alguien la descubriera, estaría perdida— con suavidad acarició la cabeza del animal, quien devoró con ansia la carne, los órganos y otros restos.
            —¿Ella?—.
            —Es una hembra— Soyeon sintió que aquél miedo hacia el animal poco a poco se iba transformando en un sentimiento parecido a la curiosidad —¿quiere acariciarla? No tema, estando a mi lado no le va a morder. Es un animal inteligente, ya ha visto que puede confiar en usted—.

La morena se quedó quieta y callada por varios segundos que para ella parecieron minutos. Lo único que se escuchaba eran los grillos, el sonido del viento entre las ramas y la necesidad con la que el animal se comía la carne. De vez en cuando se escuchaba algún que otro búho que le recordaba a Soyeon lo tarde que era. ¿Se habría despertado su esposo del golpe en la cabeza o seguiría inconsciente?

   —Inténtelo, vamos— el hombre le animó a que acercara una de sus manos hasta la cabeza de la bestia. Ella accedió —es suave, ¿verdad?—.
            —Lo es— ella asintió, notando como sus pequeños y blancos dedos se perdían entre el largo y oscuro pelaje del animal. Pronto acercó su otra mano, imitando los gestos de la primera, sintiendo un deseo insano de abrazar a aquella criatura y perderse en la extraña calidez que emanaba con cada una de sus respiraciones. Apestaba a sangre y a suciedad, pero a la vez desprendía un aroma curioso, adictivo y, por alguna razón, muy familiar —¿por qué la mantiene encadenada? Le está privando de su libertad y no deja de sangrar— Soyeon bajó una de sus manos hasta el cuello de la loba, retirándola llena de sangre y óxido proveniente de la cadena.
            —Si vagara libre, esta ciudad hubiera sido masacrada por ella años atrás—.
            —Pero sus heridas…—.
            —No puedo quitarle el collar, es demasiado peligroso— el hombre abrió la otra cesta de mimbre que llevaba y la vació frente al hocico del animal, quien mordió con hambre toda la comida que tenía frente a sus ojos. Gruñó y se acomodó sobre el suelo, haciendo que las hojas secas a su alrededor se levantaran por la repentina corriente de aire que provocó con su peso; Soyeon tosió —yo soy el primero que sufro al verla de esta manera, pero es fuerte, éstas heridas no son nada para una bestia como ella—.
            —¿Tiene nombre?— el hombre dejó de acariciar al animal y se alejó un par de pasos, dejando a la muchacha sola junto a la loba. A lo lejos podía escucharse el agua de un riachuelo cayendo con fuerza y los últimos grillos de otoño que cada vez cantaban menos. Aquél búho que le había hecho recordar a la joven lo tarde que era, volvió a cantar; el aleteo de sus alas se escuchó con claridad en cuanto la bestia peluda dejó de comer y el bosque se inundó de un profundo y tenebroso silencio —¿señor Oh?—.
            —No, no tiene nombre— él negó con la cabeza —¿por qué no elige uno? Sé que no es una mascota que usted pueda llevarse a casa, pero si algún día regresa a la ciudad, seguro que ella se alegraría de verla—.
            —Soy muy mala con estas cosas…— confesó con una sonrisa tímida, separando finalmente las manos del animal. Sabía que le llegarían las preguntas a montones, pero debido a que el jungchimak era la única prenda que podía ensuciar, se frotó las manos en este, sintiendo un frío repentino. El calor que desprendía el pelaje de la loba le hizo sentir como si volviera a nacer, y ahora que ya no la estaba tocando, su cuerpo reaccionó tiritando sin poder controlar tales temblores. Fue una sensación muy extraña —usted es quien la cuida, así que usted tiene que ser el que le ponga un nombre—.

De repente, pero, la bestia se levantó y gruñó. El hombre y Soyeon miraron en la dirección en la que el animal gruñía, viendo una luz anaranjada acercarse a ellos. Antes de que la joven pudiera siquiera preguntarse qué estaba pasando, la loba huyó de manera precipitada hasta la cueva, corriendo dentro de esta hasta que el eco de las cadenas repiqueteando contra las rocas fue imperceptible para los oídos de la morena. Ésta seguía ignorando qué era aquello que el animal había visto u oído, pero no fue hasta que escuchó el galope de unos cuantos caballos que sus sentidos se pusieron en alerta; la luz anaranjada era una antorcha que llevaba su esposo en la diestra.

   —¡Soyeon!— éste bajó del caballo con rapidez, iluminando el rostro de la susodicha con la antorcha —¿estás bien? ¡¿Qué estás haciendo tan lejos del palacio a estas horas de la noche?!— él seguía apestando a alcohol, pero parecía que ahora sí era consciente de sus actos —¿quién es este?— iluminó el rostro de Ilwoo y frunció el ceño —¿tú no eres el viejo del mercado? ¿El que tiene a esa hija tan irresponsable? ¿Qué haces aquí con mi esposa?— celoso era poco.
            —Cariño, espera, este hombre…—
            —Tú cállate, ahora ya estás a salvo— el general empujó a la menor, quien cayó en los brazos de uno de los soldados que lo acompañaban —lleváosla de vuelta al palacio y que la vea un médico. Voy a zanjar cuentas con este desgraciado—.
            —No estoy herida, no tiene que verme ningún médico, ¿pero qué estás diciendo? ¿Sigues ebrio?—.
            —¿Entonces por qué estás manchada de sangre?— ella calló, mordiendo su labio inferior con fuerza mientras pensaba una excusa lo suficientemente buena y creíble para responder a la pregunta del mayor —¿él te atacó, verdad? Te arrastró hasta este bosque por la fuerza e intentaba hacerte algo—.
            —¿Quieres dejar de decir estupideces?—.
            —¡Él fue quien me tiró la piedra!—.
            —Yo no sé quién te tiró la piedra, pero te aseguro que este señor no fue— la morena estaba harta del comportamiento infantil y dramático de su esposo. Quizás aquello, y el hecho de ser vista como un peón sin personalidad propia, era lo que más detestaba de aquél general con aires de grandeza y un severo problema con el alcohol —me levanté dormida y acabé aquí. ¡Él me salvó y…!—.
            —¿Te salvó? ¿De quién?—.

Soyeon bajó la cabeza. Tenía que acostumbrarse a pensar bien sus palabras antes de decir todo lo que quería, básicamente porque se arriesgaba a ser vista como una loca y a que Ilwoo acabara con la cabeza cortada por su imprudencia.

   —D-De un zorro…— mintió, jugando con sus manos de manera nerviosa —en serio, él no ha hecho nada malo, déjale ir—.
            —Soyeon, ¡este hombre…!— ella lo interrumpió.
            —Cariño, ¿podemos discutir esto en el palacio? Me siento muy incómoda sabiendo que tus hombres me están viendo con tan poca ropa…— y es que hasta ese momento no se había dado cuenta de que sus piernas estaban completamente al descubierto y que el jungchimak estaba hecho de una forma en la que se veía su escote, por mucho que intentara cubrirlo con la prenda —y tengo mucho frío—.
            —Está bien— él guardó su espada y retomó la antorcha tras subir al caballo, ayudando a Soyeon a subir también —te estaré vigilando, viejo— amenazó a Ilwoo con la punta de la antorcha muy cerca de su cara antes de que este diera un par de pasos hacia atrás, arrodillándose al suelo.

Cuando el galope de los caballos fue irreconocible para Ilwoo, éste se levantó con lentitud y corrió con sus cortas y deformes piernas hasta la cueva, guiándose con sus manos para saber qué camino debía tomar. Al final de la cueva, iluminada por una pequeña hoguera, encontró la figura de una mujer desnuda, sentada en el suelo con la espalda apoyada en la punzante y rugosa roca mientras se abrazaba las piernas, acurrucada sobre sí misma. Era su hija. La mujer lloraba en silencio y mantenía el rostro escondido contra sus rodillas. Ilwoo la cubrió con una pequeña manta y la abrazó.

            —Todo irá bien, Seunghee, te lo prometo—.

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