Buenas noches cazadores de luciérnagas, ¿todo bien?
El primer capítulo de "Red Moon" ha llegado, y la verdad, estoy bastante satisfecha con el resultado. No puedo prometer una gran constancia en cuestión de subir próximos capítulos pero, procuraré no tardarme demasiado.
¡Disfrutadlo!
Prólogo | Capítulo 1 | Capítulo 2
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CAPÍTULO 1
Un pequeño hoyo en el camino hizo
que el carruaje se tambaleara por unos momentos, provocando a su vez que la
joven se despertara. La esposa del primer general se había quedado dormida
debido a la monotonía del trayecto desde Jeonju hasta Hanseong. Sus hermanas
mayores soltaron una pequeña risilla por debajo de sus narices, haciendo que
sus caras —afiladas y pequeñas ya de por si— se tensaran más. Parecían dos ratas
riéndose, con sus ojos pequeños, brillantes y alargados, así como esos dientes,
que destacaban por todo menos por una bella apariencia.
Miyoung y Heejung eran hermanas gemelas,
aristócratas que habían decidido acompañar a su hermana menor porque en palacio
se aburrían mucho. Ésta última sabía lo que le esperaba con ese par, de todo
menos tranquilidad. A ella no le molestaba acompañar a su esposo; de hecho,
mientras él se encerraba con el consejo y el monarca a hablar de estratégicas
bélicas y mejoras defensivas para la ciudad, ella se dedicaba a conocer los
pueblos y sus alrededores.
No es que al general le hiciera mucha
gracia aquello, pero a su vez era bueno que la muchacha de largos cabellos
negros no se quedara siempre encerrada, de lo contrario se marchitaría y nunca
podría darle hijos.
Ambos habían llegado a un acuerdo: él le
daría permiso para hacer lo que quisiera durante su estadía en Hanseong, y ella
le daría un hijo varón durante la primera noche tras regresar al palacio de
Jeonju. Era un buen plan, si no fuera porque la joven no contaba con la
presencia de sus hermanas mayores; ni siquiera el general las podía soportar,
por lo que las discusiones familiares durante las comidas eran algo muy
habitual.
—Pero mira quién se despertó— comentó
una de ellas, mostrando esa molesta sonrisa de mujer entrometida —¿esperabas
que tu príncipe te llevara en brazos hasta vuestros aposentos? Menuda fresca—.
—Heejung también está durmiendo— comentó la menor.
—Pero si hacía un momento estaba despierta…— Miyoung frunció el ceño y chasqueó la lengua al tiempo que movía su cabeza de manera enérgica —da igual, ella lo hace para mejorar su belleza—.
—¿Estás segura que eso funciona? Tú siempre duermes mucho y te sigo viendo igual…—.
—¡Serás!— Miyoung alzó la mano para abofetearla pero su madre la tomó de la muñeca, evitando una pelea absurda que la misma Miyoung había empezado.
—Compórtate, por favor—.
—Madre, ¡no es justo! ¡Ella!...—.
—¡Kim Miyoung!— gritó la mujer —ya basta—.
—Heejung también está durmiendo— comentó la menor.
—Pero si hacía un momento estaba despierta…— Miyoung frunció el ceño y chasqueó la lengua al tiempo que movía su cabeza de manera enérgica —da igual, ella lo hace para mejorar su belleza—.
—¿Estás segura que eso funciona? Tú siempre duermes mucho y te sigo viendo igual…—.
—¡Serás!— Miyoung alzó la mano para abofetearla pero su madre la tomó de la muñeca, evitando una pelea absurda que la misma Miyoung había empezado.
—Compórtate, por favor—.
—Madre, ¡no es justo! ¡Ella!...—.
—¡Kim Miyoung!— gritó la mujer —ya basta—.
El carruaje se paró pocos minutos
después. El silencio de la naturaleza dejó que el grito del general que
ordenaba abrir las puertas se escuchara por los alrededores, creando el efecto
de que había mil hombres más, todos ordenando lo mismo. El carruaje empezó a
moverse otra vez, y la joven, llevada por la curiosidad, abrió una de las
pequeñas ventanitas de madera y acercó el rostro hasta la apertura, observando
con detalle todo lo que sus ojos podían captar. Algunos de los pueblerinos
desviaron sus miradas al seguido de caballos, soldados y carruajes que
empezaron a desfilar por el camino central en dirección al palacio de Hanseong.
—Hija, vigila, esto está lleno de
salvajes— comentó la matriarca de la familia con su amplia manga cubriendo gran
parte de su rostro —apestan y son peligrosos—.
—Exageras, madre— le respondió ella, acercándose un poco más a la ventana —ésta gente espera que la protejamos de las futuras guerras que están por venir—.
—Ya estamos de nuevo con sus aires de salvadora— Miyoung rodó los ojos y entrelazó sus manos sobre su regazo al tiempo que soltaba un fuerte suspiro. Seguía ofendida por las palabras de su hermana.
—Exageras, madre— le respondió ella, acercándose un poco más a la ventana —ésta gente espera que la protejamos de las futuras guerras que están por venir—.
—Ya estamos de nuevo con sus aires de salvadora— Miyoung rodó los ojos y entrelazó sus manos sobre su regazo al tiempo que soltaba un fuerte suspiro. Seguía ofendida por las palabras de su hermana.
Sin embargo, las quejas de Miyoung se
quedaron en nada cuando el carruaje se paró en seco, haciendo que todas las
mujeres se desplazaran de sus asientos. Un grupo de niños y perros se cruzaron frente
a los primeros caballos, y en un intento para que estos no los pisaran, el
general hizo parar a todo el mundo. Los relinchos de los equinos llamaron la
atención de aquellos que habían vuelto a sus quehaceres, y mientras uno de los
soldados desenfundaba su espada para darles una lección a los críos, una mujer
de cabellos castaños se cruzó en su camino a una velocidad sobrehumana,
asustando a los caballos.
El soldado tiró de las correas para que
su montura alzara las patas delanteras y le diera con éstas a la mujer, pero ella,
lejos de huir o acurrucarse, agarró las patas del caballo con sus manos
desnudas, haciendo que el soldado se quedara en una posición incómoda que
terminó por hacerlo caer hacia atrás.
—¡Protegedlas!— gritó el general, lo que
llamó la atención de su esposa, quien a la mínima que pudo, sacó de nuevo la
cabeza por la ventana —¡Soyeon, quédate dentro!—.
El grito del hombre llamó la atención de
la mencionada y de aquella que seguía agarrando con fuerza las patas delanteras
del caballo. El relincho del animal hizo que esa mujer finalmente lo soltara pero,
aprovechando que había bajado la guardia intentando calmar al equino, el
soldado que minutos atrás había caído al suelo la golpeó en la espalda con la
vaina de su espada.
—¡Hija!— un hombre bajito, canoso y con
una barba casi inexistente se acercó cojeando hasta la muchacha que se había
quedado encorvada contra el suelo —¡por favor señor, no le haga daño!— el
hombre alzó las manos en señal de rendición, dirigiéndose al general —es un
poco impulsiva y no piensa demasiado las consecuencias de sus actos, perdónela,
no lo ha hecho con mala intención— su voz temblorosa y el sudor bajo las bolsas
de sus ojos dejaban claro que el hombre había venido corriendo tanto como sus
torcidas piernas le permitieron. La hija de aquél hombre se alzó, encarándolo.
—Ese tipo iba a hacer daño a
los niños, ¿crees que me iba a quedar de brazos cruzados mientras uno de tus
hombres abusa de su poder?— señaló al general con el índice y frunció el ceño,
mascullando algo entre dientes que fue incomprensible incluso para ella misma.
—¡Hija, calla!— mientras que él seguía haciendo reverencia tras reverencia, ella simplemente seguía de pie, sin bajar el brazo y sin parpadear. El hombre armado miró a su esposa, la cual no se había movido de la ventana aunque él le hubiera ordenado entrar de nuevo al carruaje y seguidamente fijó sus ojos negros y pequeños en la mujer que seguía desafiándolo. Él solo se rio.
—¡Hija, calla!— mientras que él seguía haciendo reverencia tras reverencia, ella simplemente seguía de pie, sin bajar el brazo y sin parpadear. El hombre armado miró a su esposa, la cual no se había movido de la ventana aunque él le hubiera ordenado entrar de nuevo al carruaje y seguidamente fijó sus ojos negros y pequeños en la mujer que seguía desafiándolo. Él solo se rio.
La carcajada que soltó se escuchó desde
todos los rincones de la ciudad, haciendo que todo el mundo que había estado
atento se preguntara cuál era la gracia en todo eso. El general sacudió las
riendas para que su caballo empezara a caminar de nuevo, dirigiéndose
finalmente al palacio. La joven que había tirado al soldado de su caballo se
quedó viendo en silencio cómo desfilaban todos aquellos hombres. Su mirada
llena de enfado se llevó algún que otro insulto y escupitajo, pero ella no
respondió, se quedó quieta, memorizando todas y cada una de aquellas caras para
luego pasar cuentas a su manera. Sin embargo, tan ensimismada estaba planeando
su pequeño plan de venganza que no se dio cuenta cuando uno de los soldados
decidió poner distancia y tirarla al suelo.
El pie del hombre tocó su hombro y la
pateó, empujándola. Los demás hombres uniformados se rieron cuando la chica
acabó salpicada de barro de arriba abajo. Estaban en época de lluvias y el
camino de tierra que conducía a los visitantes desde la entrada hasta el
palacio era un mar de barro y excrementos de caballo que hacían de aquella
ciudad un lugar insoportable para narices sensibles.
—¡Ya basta!— la esposa del general no
aguantó más tal humillación —sois unos necios si creéis que haciendo este tipo
de cosas vais a ganaros una buena reputación—.
—¡Soyeon, regresa aquí!— la matriarca la intentó parar agarrándola de la ropa, pero la menor de sus hijas había heredado la rebeldía y obstinación de su padre, lo que hacía que fuera muy difícil quitarle una idea de la cabeza en cuanto a ésta se le metía algo entre ceja y ceja. Además, la bondad y humanidad eran dos cualidades que se podían ver en cada uno de sus gestos y escuchar en cada una de sus palabras, ganándose la admiración de aquellos pueblerinos que la vieron bajar del carruaje, ensuciarse las ropas y tenderle una mano a quien había sido empujada sin ningún pretexto más que el de reírse de ella en cuanto cayó en un charco de barro y desechos de caballo.
—¿Estás bien?— con suavidad tiró de su propia manga, descubriendo una mano fina y pequeña que se escondía entre capas de seda y telas adornadas con flores y piedras preciosas —¿te has hecho daño?—.
—Estoy bien— comentó ella, dudando por unos instantes en si aceptar o no aquella mano. Le daba miedo tocarla y congelarse, pues una piel tan blanca y pulcra como aquella solo podía significar que estaba frente a alguien muy importante, y todavía recordaba el castigo que le habían dado al hijo del carnicero por haberse visto con una de las concubinas del rey. ¿Y si ella recibía un castigo peor? —Gracias— aun así, algo dentro de ella la empujó a aceptar la ayuda que la joven le estaba proporcionando. —Lamento haberle ensuciado— palpó su cintura en busca de algún trozo de tela que pudiera utilizar para limpiar la mano de la bajita, pero todo lo que llevaba encima había quedado sucio y maloliente.
—No te preocupes, ¿cómo te lla…—.
—¡Bueno señorita, que sea la última vez que montas una escena de este tipo, ¡¿me oyes?!— el padre de la muchacha de cabellos castaños tiró de su oreja, logrando un grito por parte de la mujer al tiempo que la obligaba a inclinarse —¡menuda vergüenza, si es que no sé qué voy a hacer contigo!—.
—¡Pero padre, yo….!—
—Ni peros, ni peras, ¡que deshonra!— el hombre canoso siguió tirando de la oreja de la joven, arrastrándola fuera del camino por el que seguían pasando guardias.
—¡Soyeon, regresa aquí!— la matriarca la intentó parar agarrándola de la ropa, pero la menor de sus hijas había heredado la rebeldía y obstinación de su padre, lo que hacía que fuera muy difícil quitarle una idea de la cabeza en cuanto a ésta se le metía algo entre ceja y ceja. Además, la bondad y humanidad eran dos cualidades que se podían ver en cada uno de sus gestos y escuchar en cada una de sus palabras, ganándose la admiración de aquellos pueblerinos que la vieron bajar del carruaje, ensuciarse las ropas y tenderle una mano a quien había sido empujada sin ningún pretexto más que el de reírse de ella en cuanto cayó en un charco de barro y desechos de caballo.
—¿Estás bien?— con suavidad tiró de su propia manga, descubriendo una mano fina y pequeña que se escondía entre capas de seda y telas adornadas con flores y piedras preciosas —¿te has hecho daño?—.
—Estoy bien— comentó ella, dudando por unos instantes en si aceptar o no aquella mano. Le daba miedo tocarla y congelarse, pues una piel tan blanca y pulcra como aquella solo podía significar que estaba frente a alguien muy importante, y todavía recordaba el castigo que le habían dado al hijo del carnicero por haberse visto con una de las concubinas del rey. ¿Y si ella recibía un castigo peor? —Gracias— aun así, algo dentro de ella la empujó a aceptar la ayuda que la joven le estaba proporcionando. —Lamento haberle ensuciado— palpó su cintura en busca de algún trozo de tela que pudiera utilizar para limpiar la mano de la bajita, pero todo lo que llevaba encima había quedado sucio y maloliente.
—No te preocupes, ¿cómo te lla…—.
—¡Bueno señorita, que sea la última vez que montas una escena de este tipo, ¡¿me oyes?!— el padre de la muchacha de cabellos castaños tiró de su oreja, logrando un grito por parte de la mujer al tiempo que la obligaba a inclinarse —¡menuda vergüenza, si es que no sé qué voy a hacer contigo!—.
—¡Pero padre, yo….!—
—Ni peros, ni peras, ¡que deshonra!— el hombre canoso siguió tirando de la oreja de la joven, arrastrándola fuera del camino por el que seguían pasando guardias.
La esposa del general solo pudo soltar
un pequeño suspiro, acompañado de una sonrisa tierna y delicada. Ciertamente
aquella mujer era alguien que había llamado su atención, no solo por su
carácter imponente o su manera masculina de vestir, sino también por su enorme
fuerza y la ausencia de miedo que demostró tener en cuanto el caballo estuvo a
nada de golpearla.
—Soyeon— el general la llamó, bajando de
su caballo —¿estás bien? Eso podría haber sido muy peligroso— el hombre tomó la
mano de su esposa y frunció el rostro en una mueca desagradable cuando vio la
suciedad y el hedor a excremento que subió hasta su nariz —pediré que te vea un
médico—.
—Claro que estoy bien, solo quise ayudarla— la muchacha giró el rostro y se cruzó con los ojos de su madre, la cual negó con la cabeza en un claro gesto de desaprobación por no haberla escuchado —siento que estas pequeñas cosas hacen que los pueblerinos nos vean con mejores ojos—.
—Tu cabeza está llena de pájaros— el hombre negó, subiendo de nuevo a su caballo antes de ayudar a la bajita a subir, dirigiéndose de una vez por todas al palacio.
—¿Crees que madre me va a castigar?— preguntó entre susurros, apoyando su cabeza contra el pecho del general.
—Hablaré con ella para que no sea así—.
—Claro que estoy bien, solo quise ayudarla— la muchacha giró el rostro y se cruzó con los ojos de su madre, la cual negó con la cabeza en un claro gesto de desaprobación por no haberla escuchado —siento que estas pequeñas cosas hacen que los pueblerinos nos vean con mejores ojos—.
—Tu cabeza está llena de pájaros— el hombre negó, subiendo de nuevo a su caballo antes de ayudar a la bajita a subir, dirigiéndose de una vez por todas al palacio.
—¿Crees que madre me va a castigar?— preguntó entre susurros, apoyando su cabeza contra el pecho del general.
—Hablaré con ella para que no sea así—.
La muchacha de largos cabellos negros
sabía que se había arriesgado mucho haciendo aquello, puesto que realmente
podría haber sido una trampa para asesinar a alguno de los tantos aristócratas
que pasaban por Hanseong. Sin embargo, algo le había empujado a actuar de esa
manera, una vocecita interior que le decía que el maltrato que estaba
recibiendo aquella mujer no era para nada normal; además, Soyeon nunca se había
llevado bien con los soldados de su esposo, así que si podía decirles cuatro
cosas con la presencia de su cónyuge, lo haría.
El general Jeon y ella no se amaban,
cualquiera que se fijara un poco en cómo actuaban ambos podría deducirlo; sin
embargo, frente al rey y al pueblo, así como frente a sus familias, fingían ser una pareja
normal y corriente, como si hubieran estado enamorados por años y finalmente
hubieran podido casarse. Aún así, a diferencia de él, ella no tenía ni voz
ni voto en las decisiones de su familia, no podía beber hasta las tantas de la madrugada
en las fiestas y celebraciones que organizaba el rey y, por supuesto, no podía
acostarse con nadie que no fuera su esposo. Soyeon era libre para muchas cosas,
pero para aquellas que verdaderamente le interesaban, no lo era. Aun recordaba
las palabras de su hermano mayor, el cual le prometió que le enseñaría a montar
a caballo y a beber vino como un hombre para poder competir con los soldados de
su general; obviamente aquello nunca ocurrió, su hermano se fue a pelear junto
a las tropas del segundo general para evitar invasiones extranjeras y nunca
regresó. Lo extrañaba, lo extrañaba demasiado.
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