martes, 19 de noviembre de 2019

Red Moon | Capítulo 1


Buenas noches cazadores de luciérnagas, ¿todo bien?
El primer capítulo de "Red Moon" ha llegado, y la verdad, estoy bastante satisfecha con el resultado. No puedo prometer una gran constancia en cuestión de subir próximos capítulos pero, procuraré no tardarme demasiado.

¡Disfrutadlo!

Prólogo | Capítulo 1 | Capítulo 2

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CAPÍTULO 1

Un pequeño hoyo en el camino hizo que el carruaje se tambaleara por unos momentos, provocando a su vez que la joven se despertara. La esposa del primer general se había quedado dormida debido a la monotonía del trayecto desde Jeonju hasta Hanseong. Sus hermanas mayores soltaron una pequeña risilla por debajo de sus narices, haciendo que sus caras —afiladas y pequeñas ya de por si— se tensaran más. Parecían dos ratas riéndose, con sus ojos pequeños, brillantes y alargados, así como esos dientes, que destacaban por todo menos por una bella apariencia.

Miyoung y Heejung eran hermanas gemelas, aristócratas que habían decidido acompañar a su hermana menor porque en palacio se aburrían mucho. Ésta última sabía lo que le esperaba con ese par, de todo menos tranquilidad. A ella no le molestaba acompañar a su esposo; de hecho, mientras él se encerraba con el consejo y el monarca a hablar de estratégicas bélicas y mejoras defensivas para la ciudad, ella se dedicaba a conocer los pueblos y sus alrededores.

No es que al general le hiciera mucha gracia aquello, pero a su vez era bueno que la muchacha de largos cabellos negros no se quedara siempre encerrada, de lo contrario se marchitaría y nunca podría darle hijos.

Ambos habían llegado a un acuerdo: él le daría permiso para hacer lo que quisiera durante su estadía en Hanseong, y ella le daría un hijo varón durante la primera noche tras regresar al palacio de Jeonju. Era un buen plan, si no fuera porque la joven no contaba con la presencia de sus hermanas mayores; ni siquiera el general las podía soportar, por lo que las discusiones familiares durante las comidas eran algo muy habitual.

   —Pero mira quién se despertó— comentó una de ellas, mostrando esa molesta sonrisa de mujer entrometida —¿esperabas que tu príncipe te llevara en brazos hasta vuestros aposentos? Menuda fresca—.
            —Heejung también está durmiendo— comentó la menor.
            —Pero si hacía un momento estaba despierta…— Miyoung frunció el ceño y chasqueó la lengua al tiempo que movía su cabeza de manera enérgica —da igual, ella lo hace para mejorar su belleza—.
            —¿Estás segura que eso funciona? Tú siempre duermes mucho y te sigo viendo igual…—.
            —¡Serás!— Miyoung alzó la mano para abofetearla pero su madre la tomó de la muñeca, evitando una pelea absurda que la misma Miyoung había empezado.
            —Compórtate, por favor—.
            —Madre, ¡no es justo! ¡Ella!...—.
            —¡Kim Miyoung!— gritó la mujer —ya basta—.

El carruaje se paró pocos minutos después. El silencio de la naturaleza dejó que el grito del general que ordenaba abrir las puertas se escuchara por los alrededores, creando el efecto de que había mil hombres más, todos ordenando lo mismo. El carruaje empezó a moverse otra vez, y la joven, llevada por la curiosidad, abrió una de las pequeñas ventanitas de madera y acercó el rostro hasta la apertura, observando con detalle todo lo que sus ojos podían captar. Algunos de los pueblerinos desviaron sus miradas al seguido de caballos, soldados y carruajes que empezaron a desfilar por el camino central en dirección al palacio de Hanseong.

   —Hija, vigila, esto está lleno de salvajes— comentó la matriarca de la familia con su amplia manga cubriendo gran parte de su rostro —apestan y son peligrosos—.
            —Exageras, madre— le respondió ella, acercándose un poco más a la ventana —ésta gente espera que la protejamos de las futuras guerras que están por venir—.
            —Ya estamos de nuevo con sus aires de salvadora— Miyoung rodó los ojos y entrelazó sus manos sobre su regazo al tiempo que soltaba un fuerte suspiro. Seguía ofendida por las palabras de su hermana.

Sin embargo, las quejas de Miyoung se quedaron en nada cuando el carruaje se paró en seco, haciendo que todas las mujeres se desplazaran de sus asientos. Un grupo de niños y perros se cruzaron frente a los primeros caballos, y en un intento para que estos no los pisaran, el general hizo parar a todo el mundo. Los relinchos de los equinos llamaron la atención de aquellos que habían vuelto a sus quehaceres, y mientras uno de los soldados desenfundaba su espada para darles una lección a los críos, una mujer de cabellos castaños se cruzó en su camino a una velocidad sobrehumana, asustando a los caballos.

El soldado tiró de las correas para que su montura alzara las patas delanteras y le diera con éstas a la mujer, pero ella, lejos de huir o acurrucarse, agarró las patas del caballo con sus manos desnudas, haciendo que el soldado se quedara en una posición incómoda que terminó por hacerlo caer hacia atrás.

   —¡Protegedlas!— gritó el general, lo que llamó la atención de su esposa, quien a la mínima que pudo, sacó de nuevo la cabeza por la ventana —¡Soyeon, quédate dentro!—.

El grito del hombre llamó la atención de la mencionada y de aquella que seguía agarrando con fuerza las patas delanteras del caballo. El relincho del animal hizo que esa mujer finalmente lo soltara pero, aprovechando que había bajado la guardia intentando calmar al equino, el soldado que minutos atrás había caído al suelo la golpeó en la espalda con la vaina de su espada.

   —¡Hija!— un hombre bajito, canoso y con una barba casi inexistente se acercó cojeando hasta la muchacha que se había quedado encorvada contra el suelo —¡por favor señor, no le haga daño!— el hombre alzó las manos en señal de rendición, dirigiéndose al general —es un poco impulsiva y no piensa demasiado las consecuencias de sus actos, perdónela, no lo ha hecho con mala intención— su voz temblorosa y el sudor bajo las bolsas de sus ojos dejaban claro que el hombre había venido corriendo tanto como sus torcidas piernas le permitieron. La hija de aquél hombre se alzó, encarándolo.
  —Ese tipo iba a hacer daño a los niños, ¿crees que me iba a quedar de brazos cruzados mientras uno de tus hombres abusa de su poder?— señaló al general con el índice y frunció el ceño, mascullando algo entre dientes que fue incomprensible incluso para ella misma.
            —¡Hija, calla!— mientras que él seguía haciendo reverencia tras reverencia, ella simplemente seguía de pie, sin bajar el brazo y sin parpadear. El hombre armado miró a su esposa, la cual no se había movido de la ventana aunque él le hubiera ordenado entrar de nuevo al carruaje y seguidamente fijó sus ojos negros y pequeños en la mujer que seguía desafiándolo. Él solo se rio.

La carcajada que soltó se escuchó desde todos los rincones de la ciudad, haciendo que todo el mundo que había estado atento se preguntara cuál era la gracia en todo eso. El general sacudió las riendas para que su caballo empezara a caminar de nuevo, dirigiéndose finalmente al palacio. La joven que había tirado al soldado de su caballo se quedó viendo en silencio cómo desfilaban todos aquellos hombres. Su mirada llena de enfado se llevó algún que otro insulto y escupitajo, pero ella no respondió, se quedó quieta, memorizando todas y cada una de aquellas caras para luego pasar cuentas a su manera. Sin embargo, tan ensimismada estaba planeando su pequeño plan de venganza que no se dio cuenta cuando uno de los soldados decidió poner distancia y tirarla al suelo.

El pie del hombre tocó su hombro y la pateó, empujándola. Los demás hombres uniformados se rieron cuando la chica acabó salpicada de barro de arriba abajo. Estaban en época de lluvias y el camino de tierra que conducía a los visitantes desde la entrada hasta el palacio era un mar de barro y excrementos de caballo que hacían de aquella ciudad un lugar insoportable para narices sensibles.

   —¡Ya basta!— la esposa del general no aguantó más tal humillación —sois unos necios si creéis que haciendo este tipo de cosas vais a ganaros una buena reputación—.
            —¡Soyeon, regresa aquí!— la matriarca la intentó parar agarrándola de la ropa, pero la menor de sus hijas había heredado la rebeldía y obstinación de su padre, lo que hacía que fuera muy difícil quitarle una idea de la cabeza en cuanto a ésta se le metía algo entre ceja y ceja. Además, la bondad y humanidad eran dos cualidades que se podían ver en cada uno de sus gestos y escuchar en cada una de sus palabras, ganándose la admiración de aquellos pueblerinos que la vieron bajar del carruaje, ensuciarse las ropas y tenderle una mano a quien había sido empujada sin ningún pretexto más que el de reírse de ella en cuanto cayó en un charco de barro y desechos de caballo.
            —¿Estás bien?— con suavidad tiró de su propia manga, descubriendo una mano fina y pequeña que se escondía entre capas de seda y telas adornadas con flores y piedras preciosas —¿te has hecho daño?—.
            —Estoy bien— comentó ella, dudando por unos instantes en si aceptar o no aquella mano. Le daba miedo tocarla y congelarse, pues una piel tan blanca y pulcra como aquella solo podía significar que estaba frente a alguien muy importante, y todavía recordaba el castigo que le habían dado al hijo del carnicero por haberse visto con una de las concubinas del rey. ¿Y si ella recibía un castigo peor? —Gracias— aun así, algo dentro de ella la empujó a aceptar la ayuda que la joven le estaba proporcionando. —Lamento haberle ensuciado— palpó su cintura en busca de algún trozo de tela que pudiera utilizar para limpiar la mano de la bajita, pero todo lo que llevaba encima había quedado sucio y maloliente.
            —No te preocupes, ¿cómo te lla…—.
            —¡Bueno señorita, que sea la última vez que montas una escena de este tipo, ¡¿me oyes?!— el padre de la muchacha de cabellos castaños tiró de su oreja, logrando un grito por parte de la mujer al tiempo que la obligaba a inclinarse —¡menuda vergüenza, si es que no sé qué voy a hacer contigo!—.
            —¡Pero padre, yo….!—
            —Ni peros, ni peras, ¡que deshonra!— el hombre canoso siguió tirando de la oreja de la joven, arrastrándola fuera del camino por el que seguían pasando guardias.

La esposa del general solo pudo soltar un pequeño suspiro, acompañado de una sonrisa tierna y delicada. Ciertamente aquella mujer era alguien que había llamado su atención, no solo por su carácter imponente o su manera masculina de vestir, sino también por su enorme fuerza y la ausencia de miedo que demostró tener en cuanto el caballo estuvo a nada de golpearla.

   —Soyeon— el general la llamó, bajando de su caballo —¿estás bien? Eso podría haber sido muy peligroso— el hombre tomó la mano de su esposa y frunció el rostro en una mueca desagradable cuando vio la suciedad y el hedor a excremento que subió hasta su nariz —pediré que te vea un médico—.
            —Claro que estoy bien, solo quise ayudarla— la muchacha giró el rostro y se cruzó con los ojos de su madre, la cual negó con la cabeza en un claro gesto de desaprobación por no haberla escuchado —siento que estas pequeñas cosas hacen que los pueblerinos nos vean con mejores ojos—.
            —Tu cabeza está llena de pájaros— el hombre negó, subiendo de nuevo a su caballo antes de ayudar a la bajita a subir, dirigiéndose de una vez por todas al palacio.
            —¿Crees que madre me va a castigar?— preguntó entre susurros, apoyando su cabeza contra el pecho del general.
            —Hablaré con ella para que no sea así—.

La muchacha de largos cabellos negros sabía que se había arriesgado mucho haciendo aquello, puesto que realmente podría haber sido una trampa para asesinar a alguno de los tantos aristócratas que pasaban por Hanseong. Sin embargo, algo le había empujado a actuar de esa manera, una vocecita interior que le decía que el maltrato que estaba recibiendo aquella mujer no era para nada normal; además, Soyeon nunca se había llevado bien con los soldados de su esposo, así que si podía decirles cuatro cosas con la presencia de su cónyuge, lo haría.

El general Jeon y ella no se amaban, cualquiera que se fijara un poco en cómo actuaban ambos podría deducirlo; sin embargo, frente al rey y al pueblo, así como frente a sus familias, fingían ser una pareja normal y corriente, como si hubieran estado enamorados por años y finalmente hubieran podido casarse. Aún así, a diferencia de él, ella no tenía ni voz ni voto en las decisiones de su familia, no podía beber hasta las tantas de la madrugada en las fiestas y celebraciones que organizaba el rey y, por supuesto, no podía acostarse con nadie que no fuera su esposo. Soyeon era libre para muchas cosas, pero para aquellas que verdaderamente le interesaban, no lo era. Aun recordaba las palabras de su hermano mayor, el cual le prometió que le enseñaría a montar a caballo y a beber vino como un hombre para poder competir con los soldados de su general; obviamente aquello nunca ocurrió, su hermano se fue a pelear junto a las tropas del segundo general para evitar invasiones extranjeras y nunca regresó. Lo extrañaba, lo extrañaba demasiado.

            —Bienvenidos, si son tan amables les conduciré hasta sus aposentos para que descansen hasta que sea hora de cenar. El rey los espera con ansias—.

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